Un nuevo y viejo mundo
El cine animado mainstream se produce y reproduce con tanta insistencia, que a esta altura sólo logran sorprender aquellas que se alejan de las fórmulas, se animan a ir un poco más allá o plantean algo novedoso en términos temáticos y/o formales. Esto es un poco lo que ocurre con El reino secreto, la nueva película de Chris Wedge, director de Robots y la primera La era del hielo, y productor de esta saga prehistórica tan rendidora para la FOX en taquilla como agotada desde un aspecto cinematográfico. Y lo primero que sobresale, teniendo en cuenta a Wedge, es que más allá de algunas temáticas comunes que se pueden vislumbrar entre estas películas (la importancia del grupo, el contexto como condicionante, el éxodo y la supervivencia) hay una necesidad evidente de despegarse de su obra anterior, de transitar caminos nuevos, de ahondar en otro tipo de relatos. Sin llegar a las cimas de un Brad Bird o un Miyazaki, se podría decir que Wedge es un nombre a tener en cuenta dentro del panorama actual del cine de animación.
Y otra cosa relevante para El reino secreto, es que se nota y mucho que su universo está basado en un libro -The leaf men and the brave good bugs en este caso- cuyo autor, William Joyce, participó además en la escritura del guión. La intención no es poner a la literatura por encima del cine -no, nunca caería en semejante sandez snob-, sino hacer notar que la película captura de alguna forma el espíritu original, y que el universo de seres diminutos en el bosque tiene cierta solidez y calidad de cuento de hadas muy difícil de conseguir de otra forma. Es decir, hay un libro, infantil, que sirve de plataforma para que el cine imagine, reescriba y potencie lo ya dicho. Wedge lo logra porque en primera instancia sabe cómo hacer que ese universo visual no sea sólo un virtuosismo tecnológico y una demostración de pericia de los animadores por computadora, sino algo real, con una lógica interna tan grande que ni siquiera precisa explicarse mucho: la película avanza con sus escenas de acción formidables y sus personajes queribles.
Es verdad que la película evidencia por momentos una necesidad algo forzada en ser graciosa, como si la comicidad fuera la única mercancía posible hoy por hoy para el cine animado. Pero por suerte los comic relief no llegan a estropear el asunto, y hasta uno puede disfrutar de esos momentos de humor que chocan con la estructura general, más volcada al cuento de hadas y la aventura épica. Ese tal vez sea el punto más flojo de la película de Wedge, ese tener miedo al territorio de oscuridad y melancolía que propone el film: hay muerte, hay distancia y hay miedo en una película, seguramente, habrá espantado a algunos genios del marketing hollywoodense.
En El reino secreto tenemos un vínculo padre-hija en crisis, planteado narrativamente dentro de la lógica del cine de Steven Spielberg, mientras que hay por otro lado un choque entre culturas pero con aditamentos fantásticos, muy en la senda de Avatar. De hecho, las escenas de acción tienen ese impacto del cine de James Cameron, especialmente por la planificación del espacio (ejemplar la secuencia en la casa del padre de la protagonista, con los héroes en miniatura escapando por los recovecos) y por el heroísmo que surge en su estado puro y en momentos clave, fundamentalmente con personajes femeninos fuertes. La manera en que Wedge plantea la aventura y la fantasía como un reverso del mundo humano, pero también como un pasaje de aprendizaje que permite solucionar los conflictos en ambos lados, es de una sapiencia absoluta, casi artesanal. El reino secreto, encima y si hacía falta, logra que toleremos bastante bien cierto mensaje ecologista un poco torpe. Una película tal vez no demasiado novedosa si uno la analiza en su conjunto, pero que está integrada por una serie de ideas visuales y narrativas muy personales -que toma prestado del relato clásico, claro que sí-, como si no importara demasiado ese otro cine animado que se estrena todos los jueves: es como lo que plantea la propia película, un paisaje general al que hay que mirar con detenimiento para poder reconocer en su real dimensión.