Al mexicano Alejandro González Iñárritu le gusta que sus personajes sufran. La violencia extrema es parte sustantiva de su bagaje estilístico. Aquí cuenta la historia de Hugh Glass, un experto explorador que en 1823 y 1824 trabajó en expediciones dedicadas a la caza de animales y la comercialización de sus pieles. Tras el escalofriante ataque de un oso (una escena tocante) sus compañeros lo abandonan. Y quedará allí, a merced de osos, nativos y una naturaleza que no da tregua. El contraste entre la desolación de esta escapada y el esplendor de un deslumbrante paisaje es el sustento de un film políticamente correcto que deja ver, por detrás de una trama cargada de suspenso y desamparo, un homenaje a los pueblos originarios (son casi todos buenos) que contrastan con la codicia, el desprecio y la maldad de los blancos. DiCaprio pone su cuerpo literalmente al servicio de esta epopeya valerosa, que se alimenta de tenacidad, esperanza y coraje. La expresión de la naturaleza (los ríos transparente, los cielos azules, la nieve purificadora) alivia los detalles sangrientos de un realizador que no le teme a los excesos y que aquí parece tentado, como el Terrence Malick de “El árbol de la vida” a dejar muchas veces que la naturaleza hable más que sus personajes. Otra historia repleta de nieve y venganza.