Exhibicionismo de talento
‘Revenant: El renacido’ es una película intensa que podría haber sido mucho mejor si Iñárritu no se empeñara en que creamos que es un genio.
Iñárritu nos cae mal. Su ego es demasiado grande y evidente. Su actitud de artista mexicano en Hollywood se acerca a la parodia. Podría ser un personaje de Capusotto y de hecho ya tiene su parodia en Twitter. Probablemente esté equivocado en casi todo lo que piensa y seguramente lo piensa con el énfasis de quien se cree un genio. Casi siempre estos defectos se dejan entrever en sus películas, en algunas más que en otras. Revenant: El renacido, su sexto largometraje, es quizás la película más refractaria a su ego, aunque de ninguna manera sale totalmente indemne.
A diferencia de lo que hizo en Birdman, su película anterior, Iñárritu no nos taladra en Revenant con sus opiniones acerca de nada, aunque él haya dicho que su película “es un comentario sobre cómo esa época (siglo XIX en los Estados Unidos), que ha sido pintada como del individualismo, como el heroico sueño americano, fue en realidad una historia de enorme codicia, de increíble explotación”. Es recomendable no leer sus declaraciones, no escucharlo y no mirarlo.
El argumento de Revenant es el más sencillo, por lejos, de todas sus películas. No es una historia coral ni cuenta miserias demasiado elaboradas, más allá de pasiones básicas como la venganza y la supervivencia. En resumen y sin develar demasiados detalles de la trama, se trata de un cazador moribundo (Leonardo DiCaprio) que tiene que enfrentarse a los peligros de la naturaleza para no sólo sobrevivir, sino llegar al fuerte más cercano y ejecutar una venganza.
Pero la película no sólo es larga (dos horas y media), también es intensa, extrema y no ahorra crueldades. También se regodea en el virtuosismo técnico, sin llegar a la exageración de Birdman pero poniendo bien en primer plano la mano de Iñárritu y del director de fotografía, su compatriota Emmanuel Lubezki, que está a un paso de ser el primer DF en ganar tres Oscars consecutivos.
Puede ser un ejercicio interesante comparar la secuencia del ataque indígena con la del desembarco en Normandía de Rescatando al soldado Ryan. Las dos se parecen en su extensión, en la crueldad de las imágenes y en la proeza técnica de lograr sumergirnos en la violencia tumultuosa de una batalla. Pero en los movimientos de cámara y en el montaje se adivina que Spielberg tiene el pudor de ocultarse, mientras que Iñárritu es un exhibicionista. Spielberg se avergüenza de mostrarnos ese horror, pero lo tiene que hacer; Iñárritu lo disfruta.
Es un detalle, porque esa secuencia del ataque indígena es igualmente extraordinaria, y el puntapié inicial para zambullirnos en un mundo fascinante y brutal, y en una historia que avanza con parsimonia pero firmeza. Pero no es un detalle cuando en los momentos culminantes Iñárritu sucumbe a su ego y hace una de más, como el delantero que la complica a dos metros del arco para exhibir su habilidad. Y a diferencia del fútbol, en donde todos los goles valen uno, esa ostentación de virtuosismo le quita brillo a una película que podría haber sido mucho mejor.
Iñárritu está al borde de ganar un segundo Oscar consecutivo -aunque la victoria de La gran apuesta en los PGA puso en duda esa posibilidad- y corre el peligro de terminar rindiéndose del todo a su lado oscuro, a su narcisismo, a su necesidad obstinada de que lo reconozcan como un genio. Y no es un genio, es apenas (y nada menos) que un tipo muy talentoso con algunas ideas equivocadas.