HAY TANTO VIVO, MUERTO!
Revenant: el renacido es la película con más nominaciones (12) al Premio Oscar de este año. Lo que no significaría mucho si no significara tanto para su realizador. El mexicano Alejando González Iñárritu ha hecho de su carrera cinematográfica (21 gramos, Babel, Biutiful, Birdman) un alarde de cine importante. Siempre sentenciando sobre los males que nos aquejan como humanidad en estos tiempos “miserables”, su filmografía se ha ensañado en aumentar el miserabilismo y regalarnos personajes cínicos, pedantes, vacuos, filósofos de la new age que creen encontrar algún atisbo de redención en marcar las faltas de los demás y transitar su camino para comprender que si no pueden cambiar el mundo por lo menos pueden intentar mejorar ellos. Ahora, para entender a qué se refiere esa mejora es necesario haber leído a Osho, escuchar a Ravi Shankar, practicar el arte de vivir o repetir como un mantra el lema de que “lo que sucede, conviene” mientras nos regocijamos en lo acumulado económicamente.
El filme está basado en parte en el libro de Michael Punke (The Revenant: A Novel of Revenge) que narra la vida real de Hugh Glass, un explorador y frontiersman del Oeste de EE.UU., que vivió entre 1780 y 1833, y superó varias aventuras que lo convirtieron en una especie de leyenda para los norteamericanos.
Lo que hace Iñárritu es proponer una película de sobrevivencia y venganza, con toques de género (western y aventuras) pero donde su mirada prima y se vuelve ostentosa y explícita. Si el guión no consigue que sus personajes desarrollen medianamente un arco de transformación o, al menos, de cambio (todos empiezan y terminan iguales, salvo los que quedan en el camino), la edición tampoco logra producir los efectos requeridos: las elipsis para “resolver” heridas y curaciones en los cuerpos son más propias de un cine clase B que de una superproducción de este calibre (que así se autodefine y se vende). Y especialmente cuando se hace un culto desde la puesta en escena en exacerbar la “realidad” y presentar a un héroe martirizado desde lo corporal, al mejor estilo de Gibson en La pasión de Cristo o con el mismo cariño que les dedica Von Trier a los suyos. Los encuadres y los primeros planos constantes sobre los personajes provocan exactamente lo contrario de lo que buscan, en lugar de hacernos sentir en la escena y de condolernos por sus padecimientos nos alejan y nos muestran el artificio. Y sabemos perfectamente que no es la reflexión lo que nos pide Iñárritu sino que busca el atontamiento y la emoción irracional que nos haga empatizar sin más. Si no cómo se explica que se olvide del fuera de campo y nos sumerja en una especie de porno sádico y gore donde la violencia está siempre en primer plano y la sangre nos baña en cada fotograma. Pero tampoco logra, esa misma edición, sostener la tensión cuando, por ejemplo, tenemos por lo menos tres situaciones dándose a la par en el relato y no logra hacerlas imbricarse o contraponerse y lo que es peor, ¡no consigue contarlas! Esto es lo que sucede cuando lo que queda de la expedición original se ve dividida por una cascada enorme debiendo decidir el camino a seguir, el villano Fitzgerald y el joven Bridger (tras haber enterrado vivo a Glass) van marchando para alcanzarlos y Glass también se ha puesto en carrera. Cómo esa avanzada expedicionaria llega a destino no lo sabremos pues le importa tan poco al director como el querer construir algo por encima de las historias de vida que abundan en los telefilmes. Pero eso sí, lo viste muy bellamente, lo engalana de espejitos de colores. Emmanuel Lubezky vuelve a demostrar su experticia para la fotografía (por lo que seguramente se alzará con su Oscar), en aguas correntosas y paisajes helados, en panorámicas diurnas y nocturnas exquisitas, pero de un preciosismo vacuo de postal grandilocuente.
Aprovechando el contexto el mensaje que se ofrece sobre los pueblos originarios es políticamente correcta, que es lo mismo que decir de un paternalismo blanco dominante que reproduce lo peor de siglos de colonialismo: su primera aparición es ser artífices activos de una masacre (que aunque después se exponga su justificación no impide pintarlos brutales y sanguinarios), más allá del discurso de un jefe aborigen explicitando que han sido aniquilados y robados por los blancos, no dejan de tener intercambios comerciales (pieles robadas por armas y caballos) con los franceses que además los engañan y traicionan (los blancos malos son los franceses jamás los norteamericanos que apenas aportan un malvado individualizado y castigado. Castigado con la muerte por los indios que así le pagan un favor al héroe y lo libran de ensuciarse las manos con sangre de un igual por más malo que sea y aunque estuviera justificado ese accionar). Los niños aborígenes, que aparecen antes de que Fitzgerald y Bridger entren al fuerte, parecen remedos de los niños de Tire Dié,y las nativas que se observan o son la mano de obra en el interior del fuerte o el cuerpo sexual dominado doblemente (por indias y por mujeres) en el bar-lupanar que se muestra.
Cuando deja las crudas batallas de lado y se permite alguna otra imagen (que no sea de la naturaleza agreste) Iñárritu se descuelga con la “poesía” de un pájaro saliendo de una herida de bala o una iglesia derruida en medio de la nada o una mujer levitando sobre el cuerpo yacente del protagonista en uno de esos imposibles traslados cinematográficos de lo que fue el realismo mágico latinoamericano en la literatura.
En cuanto a los actores, Tom Hardy está sobreactuado y sin matices, y Leonardo DiCaprio sufre todas las penurias posibles, gruñendo, arrastrándose, babeando, con el ceño fruncido y con toda la voluntad digna de mejores causas pero que le dará finalmente el tan esquivo Oscar (aunque, hay que decirlo, siendo el actor que es no se merecía tener que pasar por esto). Los demás hacen lo que pueden o lo que les deja un guión pobre y una dirección que no se preocupa por ellos.
Malos tiempos estos en que González Iñárritu accede a premios y halagos de la crítica casi constituyéndose en uno de los directores más reconocidos. Sólo nos queda apostar por el público que, si lo acompaña, lo hace tibiamente, y por lo bajo sale bostezando de las salas y seguir reflexionando sobre por qué no hay que comprar este producto pretencioso y vacío.
Por Javier Luzi
@elejavier