Aventura congelada
El renacido se apoya en sus paisajes majestuosos y nevados para remendar un preocupante vacío. El filme compite por 12 Oscar y tal vez le dé el suyo a Di Caprio.
A pesar de que el centro de El renacido parece ser la naturaleza, el filme de Alejandro G. Iñárritu se sostiene puramente en la técnica, como ya lo hiciera Birdman, en la que el montaje unía escenas separadas en un plano secuencia. El experto director de fotografía de aquella película, Emmanuel Lubezki, vuelve a aportar su oficio a El renacido en la forma de majestuosos y grandilocuentes paisajes nevados en 65 mm digitales. Esa espectacularidad visual, que expulsa más de lo que subyuga, es lo mejor que tiene para dar El renacido en sus innecesarios 156 minutos, a la vez que se ampara en ese recurso para suplir su vacío.
Tal esterilidad panorámica, que sólo se sacude en los momentos de acción como el ataque del oso o la persecución que termina en un precipicio (nuevamente, más efectos especiales que naturales) podría asociarse a la ausencia de Dios que sugiere todo el filme y que deja al pobre Hugh Glass a la deriva del género mixto de la supervivencia y la venganza, dos grandes matrices de Hollywood que aquí resuenan como una falsa épica. Y es que en El renacido Dios es Iñárritu jugando a los dados con Leonardo Di Caprio, que como al Javier Bardem de Biutiful le pasa de todo sin que le pase nada: sin dinámica interna, quien queda expuesto a las inclemencias de los caprichos del director es el espectador.
Leonardo Di Caprio es Glass, un aventurero fronterizo en la Norteamérica del siglo XIX, de origen verídico, que se gana la vida recolectando pieles en el feo invierno junto a un grupo de hombres malogrados como él. El duro trabajo los obliga enfrentarse con los aborígenes de la zona ya en el mismo comienzo, un soberbio plano secuencia extático atravesado por flechazos, disparos y caídos en combate que promete una intensidad que no llegará.
A Glass lo acompaña Hawk (Forrest Goodluck), su hijo indio, que aporta información de su borroso pasado junto a algunos flashbacks en que la mujer nativa del explorador recita un mantra panteísta sobre que es mejor aferrarse al tronco de un árbol que a sus frágiles ramas. Otro sabotaje del pretendido naturalismo, en este caso por cuenta de un realismo mágico un tanto cursi, al que se suma la corrección política de un filme que se supone feroz: Di Caprio es el hombre blanco del lado de los indios mientras que John Fitzgerald (Tom Hardy), a quien lo atará un destino de venganza, es el racista cruel, dualidad banal que hace echar en falta los exabruptos de Tarantino.
La máxima india ayudará a Glass a sortear los obstáculos que le esperan, que son muchos y espaciados como los niveles de un videojuego: el peso, el aliento y las garras de un oso; el ingerir entrañas de bisonte; meterse en el interior sangriento de un caballo para soportar la tormenta de nieve o sumergirse en la corriente de un rápido helado. Ninguno de los gruñidos, esfuerzos físicos y expresiones al borde de la muerte de Di Caprio superan aquella gloriosa escena de reptante hombre-goma lisérgico a través de unas escaleras de El lobo de Wall Street, aunque posiblemente El renacido sea recordada por haberle al fin labrado el premio dorado al actor estadounidense.
Más cerca de las recientes y comunes Into the Wild, 127 horas o Alma salvaje que de las históricas Fitzcarraldo o Apocalypse now!, El renacido confunde exceso con maestría, retina con visión, técnica con autor y alma con calor.