Danza con osos
Luego de su ópera prima, Amores perros, Alejandro González Iñarritu se lanzó a una de las carreras más decididamente abyectas del cine contemporáneo. No me refiero a como él armó su carrera, sino al contenido de sus películas. 21 gramos, Babel, Biutiful y la ridícula Birdman conforman un cuerpo cinematográfico cuya única coherencia es confundir crueldad con arte y solemnidad con importancia. El renacido le ofrecía, al menos en teoría, la posibilidad de alejarse de la bajada de línea del siglo XXI y viajar al lejano XIX, donde tal vez podía disiparse un poco su solemne discurso sobre el mundo contemporáneo. Pero casi no ocurre. El siglo XIX y la historia que elige no lo hacen desviarse mucho de su mundo. Aunque no del todo coherente, insisto, Alejandro González Iñarritu sabe como torce cualquier material que llegue a sus manos. No lleva mucho tiempo darse cuenta hasta qué punto El renacido es una película con poco vuelo. Aferrado a sus habilidades técnicas, y secundado por el extraordinario director de fotografía Emmanuel Lubezki, Iñarritu quiere decir a los cuatro vientos que su película es importante. No permite que su propio material lo demuestre, sino que lo grita desde el comienzo. Los actores también buscan desesperadamente la misma prueba de importancia. Largas tomas con un gran angular no producen la belleza estética de un buen plano secuencia, sino la prepotencia forzada de quien quiere hacer como sea algo llamativo. Es muy feo el comienzo de la película, y no es algo buscado. La grandilocuencia necesita una espalda ancha para sostenerla, de lo contrario cae con demasiada facilidad en el ridículo. Como varios cineastas contemporáneos amantes de la crueldad, el director busca un impacto superficial para que el espectador quede atontado y no reflexione. La historia se ve acompañada por tu un costado espiritual con apariciones, chapucerías místicas e imaginario de paternalismo pro indio que una vez más es forzado y delirante. Pero todo gritado, todo sangriento, todo golpeando al espectador para que no reaccione. Con una escena llamada a ser clásico de las parodias con un oso y Leonardo Di Caprio en una lucha terrible por disimular los efectos especiales que por momentos se notan y por momentos no, nuevamente debido a la violencia de la escena.
Leonardo Di Caprio ya no sabe cómo obtener el prestigio que no necesita. Di Caprio entró en la historia grande del cine hace rato, pero el deber ser le indica que necesita premios. Y Alejandro González Iñarritu tiene una larga experiencia en pedir premios a los gritos. Y seamos sinceros: ¿Si tanto quieren premios porque no van a dárselos? Sumemos a un más que sobreactuado Tom Hardy. Di Caprio seguramente recuperará su carrera aunque gane el Oscar, Iñarritu dudo que alguna vez vaya en otra dirección. Si le ha ido bien hasta ahora, no es la intención de este texto corregirlo o cambiarlo, para nada. Si él cree en lo que hace y es su cine sería algo absurdo decirle que cambie. Simplemente lo que me gustaría mencionar es que para mí no hay arte ni profundidad en este paquete que el suele fabricar. Qué ser crítico frente a una obra tal vez ayude a liberar a los espectadores de los lugares comunes que a veces lo encierran. Nadie tiene demasiado tiempo para discutir si alguien que dice ser un genio lo es no. Pero es bueno recordar que no todo lo sórdido es arte, que no todo lo cruel es profundo, que lo que aburre no es bueno en ningún caso y que la calidad de una película la termina evaluando el espectador. Autodefinirse genial desde cada fotograma es una fórmula que termina agotando.