Mi platillo preferido
Aesta altura ya podemos hablar de todo un subgénero dentro de los films de temática LGBTIQ que racionaliza esta cuestión dentro del marco de la ortodoxia judía. A pocas semanas del estreno de Desobediencia de Sebastián Lelio, y con Ojos bien abiertosprobablemente como mejor y más potente ejemplo, la opresión que dicha ortodoxia ejerce sobre sus miembros parece ser un marco ideal para narrar historias de apertura de género, o viceversa.
En El repostero de Berlín, el debutante Ofir Raul Graizer (luego de una serie de cortometrajes también dentro de la temática), maneja la ambigüedad sobre ambas cuestiones. Aunque a la hora de decidir el peso principal de la historia, pareciera que los tantos están más definidos.
Todo comienza con Oren (Roy Miller), un israelí que visita la ciudad de Berlín por negocios. Ya en la primera escena lo vemos entrando a una pastelería. En la misma atiende Thomas (Tim Kalkhof), que es también quien realiza las galletitas que tanto gustan a la esposa de Oren.
Oren necesita llegar a una juguetería para comprarle algo a su hijo, pide ayuda a Thomas, pero ya desde el vamos sabemos que hay algo más. Entre ambos comienza una relación clandestina que se extenderá en el tiempo. Pero algo sucede.
Como se puede adelantar desde su título, El repostero de Berlín será un film que abra los sentidos, despertará el apetito, y también permitirá una apertura mental.
Destinos cruzados
Repentinamente, Thomas pierde contacto Oren. Desesperado decide viajar a Israel para confrontarlo. Una vez en tierra de Oren, Thomas se entera en boca de su esposa Anat (Srah Adler) que este falleció en un accidente automovilístico.
También se entera que Sarah pretende abrir su propia cafetería, Kösher por supuesto, y antes de confesarle la verdad Thomas decide pedirle empleo.
Así, entre ambos va naciendo una relación que traza la compasión, el deseo, y el traspaso de aquellas galletas de una cultura a la otra. En ese dolor compartido, aún desde el secreto, entre ambos nace una unión inquebrantable que romperá barreras.
Graizer no se limita a hablarnos de gays y héteros; habla de los diferentes encorsetamientos.
Moti (Zohar Shtrauss) es el hermano de Oren, y desde que este falleció tiene todas las intenciones de tomar las riendas de la situación.
Él es quien le gestiona el certificado Kösher al café de Anat y también es quien le consigue un departamento a Thomas, por supuesto, siempre que siga las reglas de la tradición.
Anat se muestra como un espíritu libre atado, no es ella quien quiere seguir las reglas de la ortodoxia sino su imposibilidad de rebelarse frente al encuadre social. La llegada de Thomas y sus galletas “no Kösher” irán creando el temblor necesario.
El aroma del horneado
Quienes comparten el placer por la realización culinaria, saben que gran parte de esa labor no solo está en saborear la comida una vez cocinada. Como el pintor que crea un cuadro, o el cineasta que crea una puesta de escena, en la inventiva de la mezcla de ingredientes se despliegan varios sentidos que hacen disfrutable el verdadero arte de cocinar.
¿Hay aroma más rico que el que sale del horno mientras horneamos unas galletitas? Ese perfume dulce y cálido respira confort, hogar, pertenencia.
Eso es lo que faltaba en la cocina de Anat y trae Thomas consigo. Más allá del secreto no confesado, entre ambos nace algo que trasciende lo sexual para ser libertariamente orgásmico.
Graizer va construyendo esa relación sutilmente, con delicadeza, buscando la empatía y la compasión entre los dos personajes, como un horneado suave que despliega todos los aromas. Es en ese juego de secretos sobre sexualidad, de ruptura de ortodoxias y ligamientos familiares, que El repostero de Berlín crea un clima mágico que convida también al espectador.
Las escenas de Thomas con Hanna (Sandra Sade), la madre de Oren, son de una belleza meticulosa difícil de describir en palabras.
Thomas es un ser con los sentimientos flor de piel, y podemos dejar escapar alguna lágrima junto a él. Tim Kalkhof lo compone con la suficiente fragilidad y dulzura como para que nos llegue su dolorosa sensibilidad.
Pero a Graizer decididamente le interesa más Anat, aunque sea Thomas el motor desencadenante. Sarah Adler conmueve desde su rostro, desde el habla. Su interpretación es pura potencia entre el dolor de la pérdida, lo que prefiere negar, y lo que quiere romper y no puede.
Entre ambos protagonistas se crea una química especial, como la de la manteca blanda con el azúcar morena.
Zohar Shtrauss y las breves apariciones de Sandra Sade, como esas figuras representativas del patriarcado y la sumisión, también potencian positivamente desde lo interpretativo.
Con una banda sonora que penetra y planos que entremezclan el placer culinario (es necesario tener una panadería o una confitería cerca después de verla) con lo sensible de la luminosidad al tacto. Ofir Raul Graizer construyó una ópera prima que se deglute como un masterclass del horneado. El repostero de Berlín mezcla todos los ingredientes correctos para crear una receta transgresora, sutil, y con una potencia propia de los platos más rupturistas. Bon appetit.