Amor verdadero.
Amasando las vibraciones que nos enlazan con la vida, y comprender que nuestra existencia es el punto de no retorno para que nuestras experiencias nos sean beneficiosas hasta más allá del infinito. Y dentro de esas imágenes que nuestra retina nos devuelve cuando sabe que las necesitamos… Sí, incluso para que nuestras preferencias culinarias sean tan vivificantes que nos ayuden a comprendernos mejor, desde el entorno personal hasta los personajes y paisajes que nos sustentan.
Esto es lo que le va sucediendo al repostero berlinés Thomas —excelentemente interpretado por Tim Kalkhof, porque sus movimientos y pensamientos parecen ensamblados en cuerpo y mente—, al que le coarta una extraña inocencia ante lo que le va pasando, y hasta cómo, y por qué, para poder enfocar y entender bien sus propias sensaciones y vivencias, aunque intuye que unas y otras le serán beneficiosas.
Su director y guionista, Ofir Raúl Graizer, en este su primer largometraje, sabe, casi con la misma certeza que su protagonista, cómo situar y mostrar lo que le sucede a Thomas y a quienes le rodean, con naturalidad, como si los tuviésemos a nuestro alrededor, formando parte de nuestro habitual entorno cotidiano. Y eso es un mérito incuestionable: ahí tenemos las secuencias que nos ofrece y que dan acertada cuenta de ello.
Sobre todo nos referimos a las que se desarrollan en Jerusalén, poniendo en evidencia la manera de ser de unos y otros, sus miedos, recelos, suspicacias. Y así se van amasando los compromisos naturales y adquiridos, en un claro ensamblaje de preferencias y reticencias, de amistades, amores y ausencias; sin saber muy bien cuál puede ser su posición en la vida del presente y del futuro.
O sea, dando vueltas y vueltas a la masa para que quede armonizada y nos siente bien en cualquiera de las circunstancias.
Dominique Charpentier hace un buen trabajo musical, así como Omri Aloni en la fotografía. El punto fuerte, y a la par casi imperceptible, es el trabajo interpretativo de sus actores, que han seguido al pie de la letra la propuesta de una dirección pausada, que no parsimoniosa. Desde Tim Kalkhof a Sarah Adler o Zohar Shtrauss, son trabajos que parecen que nacen de la improvisación, pero no es así. La naturalidad, en este caso, se ha impuesto a cualquier ejercicio de reclamo comercial más común.
El repostero de Berlín es una película que habla y entiende al ser humano como solemos ser y estar; aunque en ocasiones se exceda, con algunas implicaciones no del todo necesarias. Por tanto, es una película a recomendar, porque su visionado nos estimula y nos impulsa a conocernos, los unos a los otros, con más ecuanimidad y sentido de los que solemos emplear.