CINE DE RECETA, PERO CON GUSTO
En su primer largometraje, el israelí Ofir Raul Graizer cuenta la historia de un pastelero alemán que sufre la muerte de su amante, y que viaja a Israel para encontrar los rastros perdidos de aquel hombre: el vínculo que construirá con la viuda y con el hijo de aquel, serán las claves de un film que utiliza la gastronomía no tanto como metáfora de la vida sino como espacio profesional donde los individuos se encuentran y comparten placeres. Goce compartido que va más allá a medida que la trama avanza, y que gracias a la inteligencia con que el director y guionista combina los elementos no cae en el melodrama más grosero. Si se permite el burdo juego de palabras, El repostero de Berlín es cine de receta.
Grazier combina el drama romántico con una mirada sobre lo religioso y cultural, para delimitar un melo no tan meloso donde ingresan algunos componentes políticos: porque Anat (Sarah Adler), la viuda, no es religiosa y tendrá que enfrentarse a un entorno que agobia con determinadas exigencias rituales, especialmente las vinculadas con la comida kosher. Mucho más, imagínese, con la presencia de un cocinero alemán. Como decíamos, estamos ante un film que es pura receta, pero no como esos postres prefabricados de cajita, sino más bien de uno clásico, que sabe qué resortes tocar en cada momento y que puede saborearse, aún cuando conozcamos a qué sabe antes de probarlo. El repostero de Berlín no sobresale formalmente, sigue al pie de la letra ciertas normas narrativas del cine europeo destinado a un público adulto y pretendidamente intelectual, pero sabe construir personajes interesantes, repletos de contradicciones y que no suelen subrayar sus emociones ni declamarlas a viva voz. Es en ese control del relato, ejemplar en el caso del Thomas de Tim Kalkhof, donde la película vuela un poco y se aleja de la mirada uniforme. Pero es un control que no evita la calidez.
Donde Ofir Raul Graizer destaca, sí, es en la dirección de actores, cualidad que se puede observar en determina escena de sexo donde los cuerpos se repelen a la vez que se buscan, y que filmada casi en un plano largo, permite ver con fascinación ese juego físico de la seducción y el perfecto timing de sus protagonistas. Hay en ese momento un nervio, una tensión, que se extraña en otros pasajes donde la película cae un poco en la previsibilidad o en los giros de un guión que precisa apurar el desenlace.