Algo curioso de esta coproducción entre Alemania e Israel no son los giros que irán desencadenando los hechos principales de un relato que acerca una aparente historia de amor a una tragedia, sino la sencillez y honestidad con la que trabaja, aunque hacia el final se traiciona su origen. “El pastelero de Berlín” desanda los pasos de Thomas, un joven y atractivo pastelero que de un día para otro ve cómo cambia su vida al perder su amor de manera inesperada.
Tan inesperada como la pasión que originalmente lo unió a esta persona.
No se revelarán en esta crítica detalles que componen la historia, porque es mucho más acertado acercarse al cine para descubrir cuál es el motor principal de una historia que desentraña prejuicios relacionados con la sexualidad y la religión, pero también con heridas profundas que han marcado, y lo siguen haciendo, a los vínculos entre los dos países productores de la historia.
Ofir Raul Graizer construye un relato que encuentra en aquellas producciones que utilizan la comida como impulsor narrativo, un camino para luego virar hacia un thriller en el que nada ni nadie es quien realmente dice ser.
La principal virtud será tener al espectador como cómplice, éste será el único que sepa realmente qué hace Thomas en Israel, por qué deja de lado su exitoso negocio en Alemania y comienza a desarrollar algunos trabajos de asistencia en un pequeño café Kosher en otro país.
Graizer se deleita con la comida que plasma en la pantalla, traspasa la tela con imágenes impactantes del proceso de cocción de algunas piezas, pero también con el desarrollo de la comunión que existe entre la comida y los hombres.
A medida que va avanzando en la trama, y que las verdaderas intenciones del protagonista van cediendo el lugar a una nueva e inesperada historia de amor, “El pastelero de Berlín” comienza a traicionar su origen, perdiéndose en un laberinto que acerca la propuesta a un melodrama televisivo sin profundizar en cuestiones que podrían haber potenciado su origen político y social.
Si de diferencias se trata, Thomas, un hombre atribulado por sus pasiones, las amorosas y las culinarias, comienza a desdibujarse ante la fuerte presencia de los demás, y cuando el recorrido que hace empieza a dejar cabos sueltos por todos lados, la resolución final no hace otra cosa más que comprender cierta corrección política que se le pide para evitar ser honesto con aquello que siente y le apasiona.
Como película que utiliza la comida para impactar visualmente, está la función cumplida en ese sentido, deteniéndose en especialidades del lugar para desarrollar una mirada ingenua sobre el hacer y el deseo.
“El pastelero de Berlín” es un acertado ejercicio estilístico, que encuentra en detalles y una fotografía cuidada, resaltar los escenarios naturales de ambos países productores. Pero cuando comienza a desarrollar su costado más melodramático, pierde verosímil y fuerza, traduciendo en imágenes esquemas cercanos a telenovelas de otro tiempo perjudicando la propuesta.