La obra de Oscar Wilde ha sido transitada por el cine numerosas veces (quizá no siempre con merecida justicia), incluyendo una gran cantidad de cortometrajes que encararon a Dorian Gray desde el punto de vista del horror, con el foco puesto en lo terrorífico de un cuadro que envejece y un hombre que porta un hechizo por el que debe matar para sostenerlo a través del tiempo.
Este film de Oliver Parker sigue por ese camino, con el plus de apelar a los recursos del mainstream para darle un brillo especial, bizarro y tentador a un texto por demás escabroso.
El relato nos presenta a un joven, Dorian (Ben Barnes) que regresa al hogar de su niñez y que en la ciudad se relaciona con un bon vivant (Colin Firth) que le presenta la vida loca de los suburbios, así como también de una alta sociedad que va de la alegría fiestera a la decadencia lisa y llana. Por otro lado, la belleza del recién regresado impacta en un pintor que decide retratarlo.
Hasta ahí la intro de una narración que luego se mete de lleno en los pelos y señales del género del miedo, aunque con recursos de un drama clásicos con toques posmo. Conquistas, intrigas, asesinatos despiadados, culpa, y un cuadro que envejece a medida que nuestro personaje central sostiene intacta y sin fisuras su satánica juventud.
El film se apoya, más que en ninguna otra cosa, en la belleza estelar del protagonista, Ben Barnes (el príncipe Caspian de Narnia), especie de Udo Kier del nuevo siglo, heredero de su rostro clásico y perfecto tanto como de su total falta de expresión más allá de alguna mirada o una o dos levantadas de ceja.
La dirección de Parker es correcta, ajustada al producto que entrega y sin más intenciones que la de entregar un trabajo prolijo y parte de un terror que no asusta pero que dentro de su estética que va de lo pomposo a lo oscuro (con mucho de la From Hell de los Hughes Bros) cumple con el ejercicio de hacerle un mínimo honor a Mr. Wilde, quien, sin embargo, sigue mereciendo una película a la altura de su obra.