Poco más que la estética del videoclip
La película lleva a añorar los clásicos realizados a partir del texto de Oscar Wilde. Allí donde el escritor ponía en juego la dimensión del arte, la pasión creadora y la presencia de los cuerpos, el nuevo film apela a la yuxtaposición.
A sesenta y cinco años de su primera versión en el cine, la célebre novela El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, cuyo prólogo es toda una declaración de principios sobre la moral y el arte, sobre la creación y los perfiles de la crítica, nos encontramos con un film que transita por los terrenos reconocibles de la era victoriana y con una relectura de su realizador, Oliver Parker, que pone en juego, igualmente, las figuras de la proyección y del desdoblamiento, propias del Robert L. Stevenson del El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.
Fue a mediados de los años cuarenta cuando Albert Lewin dio a conocer por primera vez en su propio país, en esa misma Inglaterra que había condenado y expulsado a Wilde, una primera versión de El retrato de Dorian Gray que es toda una lectura crítica sobre los comportamientos conformistas, sobre la relación del placer con el paso del tiempo, sobre un casi pacto fáustico sobre la eterna juventud.
En esta primera transposición al cine (se puede hallar en DVD) que cuenta con las actuaciones de George Sanders, Peter Lawford, Hurd Hatfield, y una muy joven Angela Lansbury, ya están presentes los aspectos ambiguos de la paradigmática obra de Wilde, respecto de la belleza y el hedonismo, sobre el deseo, el amor y la sexualidad. El film, hoy particularmente revalorizado, sólo mereció un Oscar en el rubro "mejor fotografía", a cargo de Harry Stradling.
Y ya en el inicio de la década del 70 el director Massimo Dallamano estrenó su particular, mediocre y olvidable versión interpretado por el actor fetiche de Luchino Visconti, Helmut Berger. Aquel film se conoció en nuestra ciudad en el cine Monumental.
La lectura que hace Oliver Parker, en esta nueva versión, y que se ve precedida por sus films notables también basados en la obra de Wilde, tales como Un marido perfecto y La importancia de llamarse Ernesto, nos lleva a añorar el film de los 40 y a tener presente la particular biografía que logró Brian Gilbert, con su film Wilde, estrenado en 1998, con la destacada actuación de Stephen Fry en el rol del autor. La figura de Wilde, por otra parte, ya había sido motivo de otros films, tales como Los juicios de Oscar Wilde, de Gregory Ratoff de 1960, con el protagónico de Robert Morley y El hombre del clavel verde de Ken Hughes, con la labor protagónica del siempre recordado Peter Finch.
Sobre "El amor que no se atreve a decir su nombre" mucho se ha escrito, novelizado y teorizado. Sólo en pocas ocasiones en el cine esa particular ambigüedad que sienten algunos personajes de Oscar Wilde se ha hecho presente a través de un planteo cinematográfico.
En el nuevo film de Oliver Parker, de formato posmoderno, se juega una estética del exceso, un cruce, simultáneamente, entre aspectos de su obra en lo que hace a la trama argumental y personajes y en un reconocible modelo de thriller gótico de hoy, de cine fantástico de terror.
En tal caso, es el personaje de Colin Firth el que habla a través de las citas irónicas de su autor y es el joven Dorian Gray, interpretado por Ben Barnes, el que aporta esa sensualidad andrógina, encarnada en esta nueva imagen del mito de Narciso. Pero es, particularmente, el personaje de Basil, interpretado por Ben Chaplin, el pintor, el que al igual que en la primera versión, genera, silenciosamente, ese susurrar callado de lo que se oculta y no se atreve a expresar.
En tal caso, los que se acerquen al film desde una óptica que pretenda recuperar a Wilde, su universo, su filosofía, sólo podrán encontrar aquí ecos de toda una época y algunas frases dichas al pasar. En otro plano, Oliver Parker apostó a la yuxtaposición y formato tipo videoclip en lo que hace al montaje, allí donde la mirada de Wilde se detenía. Allí, en ese mismo lugar, donde el deseo y la sexualidad abrían espacios de interrogación. En ese mismo renglón en el que Wilde ponía en juego la dimensión del arte, la pasión creadora y la presencia de los cuerpos. Donde los límites se borroneaban y se expandían la fascinación y la sospecha.