Se sabe que la literatura es el mayor contribuidor de historias para el séptimo arte. Desde la prehistoria del cine existen traslaciones del lenguaje escrito a las imágenes.
Muchos grandes realizadores eligieron este sistema para dar su interpretación a textos famosos, como el caso de Kenneth Branagh cuyo autor preferido fue, nada más y nada menos, que William Shakespeare.
En este caso, el director Oliver Parker incursiona por tercera vez sobre un texto de Oscar Wilde, primero fue “Un Marido Ideal” (1999) y luego más pretencioso “La importancia de llamarse Ernesto” (2002).
Esta vez se toma con otro texto capital del gran escritor irlandés de fines del siglo XIX, “El retrato de Dorian Gray”, que en el momento de su edición, allá por el año 1890, no fue muy bien recibida por el público, pero término siendo una de las últimas obras maestras del llamado terror gótico.
De las varias interpretaciones realizadas sobre la obra, Oliver Parker no se hace cargo de ninguna y su versión termina siendo una “adaptación” demasiado libre, a punto tal que extirpa del texto uno de los hitos.
Dorian Gray, en la novela original, enamorado de su propia imagen retratada por su amigo Basil, y a partir de su deseo construido desde un hedonismo a ultranza, atravesado por el narcisismo, lo lleva a pactar con el diablo.
El permanecerá joven para siempre y el que envejecerá será el cuadro.
Bien, en el film no hay pacto alguno, no hay un deseo anterior, sino un descubrimiento del suceso, lo que transforma la psiquis del personaje, por pura magia.
Este hecho a primera vista banal, en realidad le saca la profundidad del conocimiento del alma humana expuesta por Wilde. También anula la crítica social sobre esos representantes de la sociedad victoriana de fines de siglo XIX.
La producción es una fiel representante de la era que estamos viviendo, todo cruzado por la imagen, y es esto lo que termina teniendo preponderancia en el texto fílmico, la estética del filme. Su detallada forma de mostrar esa sociedad, pero desde el vestuario, los ambientes, el color y todo girando alrededor de la posibilidad de trabajar digitalizando los efectos especiales, haciendo hueco el resto.
Todo esto también afecta a la estructura narrativa, la narración se alarga en demasía, es correcta en cuanto a términos formales, pero por el sólo hecho de regodearse con la imagen y pierde peso el discurso, o mejor dicho desaparece.
Superficial como el personaje, tal es la performance del actor Ben Barnes que lo protagoniza, nimio y falto de mascaras, en contraposición a este aparece el gran actor ingles Colin Firth, que le da carnadura real a su personaje (Lord Henry Wotton), al igual, pero en menor medida, por el tiempo en pantalla, sucede con el pintor interpretado por Ben Chaplin, (Basil Halward), y con Rebecca Hall (Emily Wotton). Poco, demasiado poco para un texto tan importante.