El rostro bello y el alma podrida
Cuando la Lippincott’s Monthly Magazine publicó en 1890 la primera versión de The Picture of Dorian Gray, generó mucha controversia, al mismo tiempo que interés. Se cruzaban allí el moralizante tema fáustico con referencias homoeróticas que asustaron a los críticos de la época victoriana. También había una crítica a la alta sociedad de su tiempo, de la que el propio Oscar Wilde fue a la vez denunciante y gran animador, antes de su caída en desgracia.
Con estos materiales trabajó Oliver Parker para esta nueva adaptación, a la que el guión de Toby Finlay le imprime una acción apta para los públicos del siglo XXI.
Aprendizajes
El joven huérfano Dorian Gray regresa a Londres desde el campo, como único heredero de su abuelo, Lord Kelso, que se había distanciado de su padre por haberse casado con su madre. Virgen en materia de roces con la alta sociedad, es introducido en la misma por dos nuevos amigos: el artista Basil Hallward y el dandy Lord Henry Wotton.
Obsesionado por la belleza de Dorian, Basil comienza a retratarlo, hasta que logra plasmar su perfección en un cuadro. Lord Henry hace notar que por ahora coinciden, pero que antes de lo esperado el Dorian real comenzará a envejecer, mientras que el de la pintura sería siempre joven.
El muchacho sostiene entonces que daría cualquier cosa (su alma) por cambiar suertes con su sosías pictórico. Cosa que (pronto descubrirá) comenzará a cumplírsele.
Conocerá a Sybil Vane, una actriz bella, inocente y etérea (y pobre, valga la aclaración) que le genera un amor puro, digno de las “novelas de educación sentimental”. Por el otro, comienza otro tipo de educación de la mano de Lord Henry, sólo para que el alumno supere prontamente al maestro. Basil y Sybil tendrán que pagar el precio más alto en este viaje hacia las tinieblas de aquel muchacho inocente que pisó poco atrás la estación de trenes con un pequeño baúl y muchas expectativas
Entregado a los excesos del cuerpo y del alma, protegido por la inmunidad que le da la magia del cuadro, Dorian se lanza a un largo viaje, que Lord Henry conocerá a través de cartas. Décadas después, la sociedad se sorprende ante la reaparición de Gray, sin haber envejecido un solo día. Lord Henry tiene una hija, Emily, inteligente y atrevida, que llama la atención del oscuro seductor. Así, el otrora vicioso pero inocuo noble comenzará a asustarse, al ver que la niña de sus ojos pueda caer en tan peligrosas garras. Las cartas están echadas para el inexorable final...
Los personajes
“Basil Hallward es lo que creo que soy; Lord Henry lo que el mundo piensa de mí; Dorian lo que me gustaría ser en otras edades, tal vez”. Así presentó Oscar Wilde a los personajes principales de su novela. Y ahí apunta la película de Parker. Es interesante la construcción de Dorian, con algunos ecos del Doctor Jeckill y Jack el Destripador, e incluso a un Drácula que ante Mina Murray recuerda el destino fatídico de su pretérito amor e inicia así la crisis que lo llevará a la caída.
Ben Barnes transmite la evolución del personaje, de inocente a taimado, lejos del Caspian de “Las Crónicas de Narnia”, más cerca de un juvenil Johnny Depp en un filme gótico de Tim Burton. Ben Chaplin encarna abiertamente toda la carga homoerótica que Wilde cifró en Basil, aquel que terminará sucumbiendo (en más de un sentido) frente a Dorian. Y Colin Firth pone toda su flema británica como Lord Henry, ejemplo del hedonismo victoriano, maestro de Dorian en vicios y placeres.
Otro detalle son las actrices elegidas y los personajes que éstas interpretan, interesantes a la hora de ver los modelos de mujer que representan. Rachel Hurd-Wood (Sibyl Vane), con su piel blanca, sus labios sonrosados y sus carnes generosas, encarna (un poco a la manera de “El perfume”) al “eterno femenino” del romanticismo (bien podría ser una Sylvie, una Annabel Lee, una Lenore, tal vez una Pepita Jiménez). Rebecca Hall (Emily Wotton), con sus carnes magras, sus pecas y su charla ingeniosa es un paradigma de la mujer liberada, sufragista y secular del siglo XX.
Visiones
Parker se luce con algunos cambios de enfoque y moviéndose entre los planos abiertos y flotantes en los espacios victorianos y una cámara rápida en los momentos nocturnos o de excesos. Se apoya en una buena fotografía (Roger Pratt) y un interesante diseño de producción (a cargo de John Beard), que modelan una Londres más tenebrosa y sucia que (por ejemplo) la de la última “Sherlock Holmes”, con un Whitechapel digno de las visitas de su más célebre descuartizador.
Quizás el punto más flaco esté en la construcción del relato: con el correr del metraje se da a entender que el origen de lo macabro no reside en el cuadrito de marras sino en el ático, algo que el odioso abuelo mantenía a raya; o que ya una maldición pesaba previamente sobre el protagonista. Pero estos coqueteos con el cine de terror nunca llegan a concretarse.
Pero “el mito es la suma de sus versiones”, al decir de los antropólogos. De esta manera, esta nueva versión actualiza el clásico y quizás le aportará nuevas interpretaciones en las cabezas de las nuevas generaciones.