Un signo de nuestro tiempo
El primer mes del año está por terminar, y la cartelera cinematográfica presenta un panorama decepcionante, que curiosamente revela la verdadera importancia del circuito de exhibición independiente de nuestra ciudad, cuya ausencia (por vacaciones) se magnifica en estos tiempos de sequía. El verano dejó sin refugios a los cinéfilos, y ni siquiera el exquisito Oscar Wilde podrá venir a nuestro auxilio, pues la vigésima adaptación cinematográfica de El retrato de Dorian Gray, uno de sus clásicos, a cargo esta vez del inglés Oliver Parker, constituye otra muestra más de la decadencia del cine industrial contemporáneo, o acaso un signo inclemente de nuestro tiempo.
Como bien reseñó Emilio A. Bellón en Página 12 Rosario, esta célebre fábula del joven que nunca envejecía tuvo su primera versión cinematográfica hace ya 65 años (a mediados de los años ´40, a cargo del inglés Albert Lewin), y desde entonces se convirtió en uno de los textos más filmados, aunque casi siempre con poca fortuna. Curiosamente, Parker es un admirador declarado de Wilde, pues antes del filme en cuestión había ya rodado otras dos películas basadas en obras del escritor irlandés (Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto), lo que a priori lo colocaba como un director ideal para la empresa. Pero la relación entre el cine y la literatura es compleja, y las críticas suelen perder de vista una condición esencial: cualquier adaptación cinematográfica modificará el texto original simplemente porque se trata de lenguajes absolutamente distintos, dos artes diferentes entre sí. Hay una especie de mito de la fidelidad que suele dominar los análisis de estas obras, debajo del cual late una subestimación absoluta del cine, que se entiende como un arte menor, incluso subsidiario de la literatura, a la que se debería amoldar al trabajar los grandes clásicos. Lo primero a aclarar es entonces que los problemas del filme no surgen de las diferencias que pueda tener con el texto de Wilde, sino de la poca fe que tiene el director en el cine como un arte en sí mismo, que para nosotros es además el más importante de la época moderna.
Lo segundo es hablar entonces de las decisiones estéticas de Parker, que apuesta a un aggiornamiento un tanto frívolo de la obra, que además de algunas modificaciones menores (la historia transcurre ahora a principios del siglo pasado, aunque mantiene el espíritu de la era victoriana), pasa principalmente por la adopción de una estética de videoclip como norma del relato, virando al final hacia lo fantástico y el cine de terror (con pasajes de violencia explícita). Se trata ahora sí de un interpretación no sólo caprichosa del texto, sino decididamente frívola, que se intensifica por la escasa pericia narrativa de Parker, asemejando al filme a un producto para televisión (con sus típicos cortes abruptos de montaje, al pasar de una escena a otra sin un orden de continuidad, o con sus personajes estereotipados y actuaciones exageradas), un combo destinado al público adolescente que carece de perspicacia filosófica y de profundidad dramática.
Su protagonista es, claro, Dorian Gray (Ben Barnes), un joven aristócrata heredero de una gran mansión londinense, de espíritu bondadoso e inocente, que comenzará a corromperse apenas conozca a Lord Henry Wotton (Colin Firth, el único con cierto vuelo), un hedonista consumado, que paulatinamente lo llevará a abandonar la buena senda y entregarse a una vida de placeres y excesos. Su contracara es Basil (Ben Chaplin), un artista bohemio que pintará el famoso retrato del joven Gray, con el que establecerá un extraño hechizo mediante el cual Dorian mantendrá su juventud incorruptible, mientras la pintura sufrirá los avatares del tiempo y de su misma alma.
Políticamente reaccionaria, la versión de Parker transforma la agudeza filosófica de Wilde en una triste fábula conservadora, que mantiene intocable el mismo ideario victoriano que terminaría condenando al propio escritor, pese a que en la película aparezcan ya automóviles con la marca de Fiat en primer plano (o tatuadores con aros en la cara en cierta escena sexual). Eso sí, Parker no escatima recursos para explicitar aquello que las imágenes no alcanzan a sugerir: la música omnipresente, con sonidos que traducen el momento (tensión, suspenso, amor, etcétera), junto a una apuesta por efectos especiales innecesarios (para generar miedo, por ejemplo, con la irrupción de las visiones de Dorian), completan un pastiche que tiene de todo menos la perspicacia del texto original, aunque a veces surjan destellos de su genio a partir de alguna frase repetida por los personajes; y ahora sí es cuando vale la comparación, pues estamos ante un resultado muy pobre para semejante obra universal.
Por Martín Ipa