Apología a la superficialidad
Lo esencial es invisible a los ojos… y a las cámaras, a veces.
Vivimos en un mundo saturado de imágenes, donde la belleza externa impuesta por la sociedad y los medios, son cada vez más fundamentales para ganarse un lugar privilegiado de exposición pública. Cuando vemos programas que resaltan de forma tan ampulosa el cuidado sobre el cuerpo y la imagen facial, en una época donde los cirujanos plásticos son sinónimos de fuente de juventud, la obra de Oscar Wilde, “El Retrato de Dorian Gray”, recobra sentido. En dicha novela, el magistral escritor inglés crítica la visión superficial de las altas clases inglesas sin pudor, pero con elegancia y la sutileza que caracterizaban su literatura.
La historia de un hombre que hace un pacto con el diablo, por obtener la juventud eterna. Este diablo es él mismo, su alma, su espejo.
Ante esta denuncia y debido a las sugestiones sexuales que incluyó dicha obra de 1890, el autor fue tratado como un criminal.
Hoy en día, su obra ha cobrado resignificación y supuestamente la lectura implícita debería ser motivo de análisis profundo en otras ramas artísticas, por ejemplo, el cine.
Si bien, la versión más recordada es la de Albert Lewin en 1945, se realizaron numerosas adaptaciones hasta llegar a la última, dirigida por Oliver Parker. A primera vista no hay mejor elección. Parker ya adaptó en los primeros años de su carrera a Sheakspeare en Otelo, y a Wilde en Un Esposo Ideal y La Importancia de Llamarse Ernesto. Pero en los últimos años, y tras una interesante película acerca de la vida de Orson Welles en Italia y España (Fundido a Negro), se dedicó a dirigir comedias mediocres, inclusive una secuela de Johnny English. Debido a esta devaluación de su obra, considero que salió esta decepcionante adaptación de Dorian Gray.
La historia es muy conocida, Dorian un joven campesino llega a Londres donde acaba de heredar el castillo y la fortuna de su abuelo. Enseguida, empieza a entrar en los círculos sociales de las clases altas, y un tal Lord Wottom lo introduce en el mundo de los vicios: drogas, burdeles, orgías… solo falta el rock and roll. La petulancia, soberbia y narcisismo que va ganando Dorian lo llevan a retratarse por un amigo. Cuanto mayor es su ambición por quedar joven y sus vicios se acrecentan, e incluso lo llevan a cometer asesinatos, el retrato envejece y monstrualiza.
El grave problema de esta adaptación de Parker, pasa por serios problemas de no saber como adaptar aquello que es sugerido a imágenes, y construir una película que empieza mostrando con bastante detalle la pobreza y miseria de la Londres victoriana contrastante con los lujos de Dorian para decidirse definitivamente llevarlo por el camino del cine de horror convencional, y peor aún, en un relato moralista, que presenta el perfil homosexual del personaje como si fuera un pecado. O sea, Oscar Wilde, criticaba el pensamiento conservador pro eclesiástico de la sociedad inglesa. Parker, en cambio, parece respaldarla. Vergonzoso e inclusive peligroso a niveles sociológicos.
Más allá de este pensamiento meramente ideológico, Parker se enamora de los efectos especiales para construir la Londres de 1890, se empalaga con detalles de decorados, vestuario y maquillaje, y descuida totalmente los aspectos narrativos. La película carece de sorpresa y misterio. El retrato en sí, aparece tantas, pero tantas veces, que el final es completamente previsible, y risible. Además de respetar en un excesivo tono teatral los diálogos de época, no ayuda la falta de profundidad dramática e inverosimilitud interpretativa de Ben “Príncipe Caspian” Barnes. La elección es coherente. Se trata de un intérprete tan superficial que, su retrato diseñado por efectos especiales, hace una mejor actuación. Es muy triste ver excelentes secundarios como el gran Colin Firth, Rebecca Hall, Ben Chaplin y la subvalorada Caroline Goodall (La Lista de Schindler, Corazón de Héroes) tan desperdiciados. Por supuesto, Firth, con mayor protagonismo resalta sobre el resto, pero la película y el personaje obviamente endemoniado no le hacen justicia a su capacidad actoral.
Es irónico que una obra que critique la predilección por la superficialidad, termine teniendo una adaptación que se regodee en ella. Si así es la película, lo que será su “retrato”.