Un Wilde nada peligroso
El cine es un arte impuro. Sus fuentes pueden ser la literatura y un videogame, su concepción estética de la luz puede remitir a Rembrandt y Friedrich o a la mera publicidad, y la interpretación puede ser heredera de los viejos maestros del teatro. Su impureza no es debilidad, simplemente su condición. Por eso la vieja afirmación de que un libro es mejor que su adaptación cinematográfica es inconsistente.
Pero no es lo que sucede con El retrato de Dorian Gray. En su nueva incursión en el territorio de quien escribió De profundas, Parker, que ya había trabajado sobre textos de Wilde, aquí consigue solamente un bosquejo pictórico matizado con aforismos del irlandés, en un filme que está más cerca de la simbología y estética de los libros de Stephenie Meyer y sus vampiros de la saga Crepúsculo.
La historia es conocida: el joven Dorian hereda una mansión y regresa a Londres. Allí conocerá a Lord Wotton, cuyo estilo de vida lo desorienta tanto como lo deslumbra. El bien supremo es el placer, y la juventud es la mejor edad para practicar los placeres de la carne.
Un pintor (enamorado) de Dorian lo retratará, de lo que se deriva un extraño conjuro: la pintura envejecerá, Dorian, el de carne y hueso, vencerá al tiempo.
Y así, siguiendo las enseñanzas de Lord Wotton, dejará a su prometida y se entregará a un paraíso dionisíaco y orgiástico en el que poco importa si la concupiscencia se experimenta con candidatos femeninos o masculinos. Finalmente, Dorian experimentará una conversión amorosa; quizás sea tarde.
Lamentablemente, el hedonismo de Wotton y su dandismo no tienen matices y se confunden con el narcisismo cruel de Dorian. El carácter ambiguo de la novela se reduce aquí a un secreto camino de arrepentimiento.
¿Cómo filmar una novela lúcida en donde el estilo es consustancial con sus argumentos? Seguramente, evitando flashbacks espantosos y una banda de sonido impersonal y omnipresente, y no sustituyendo una meditación sobre la identidad por efectos especiales y un psicodrama adolescente.