Sensible retrato de Haroldo Conti
Breve, apenas 64 minutos, interesante y valioso es este documental iniciado en 1975 por el fotógrafo y cineasta Roberto Cuervo, y terminado y enriquecido 35 años después por su hijo Andrés. Tal cual. Por aquellos tiempos, Cuervo padre filmó varios rollos blanco y negro de 16 mm, y grabó unas cuantas horas de charla con vistas a un retrato de Haroldo Conti, vecino de Chacabuco. Ante las máquinas casi de amateur, Conti desgrana su pensamiento y lee sus cuentos con típica voz de bonaerense sencillo y medio malhumorado, rema despacio por el Delta, matea en su biblioteca, limpia un pescado en la cocina, y duerme, mientras su esposa le acaricia la frente con la punta de los dedos, y el pueblo sigue parsimoniosamente con sus árboles, sus casas viejas de paredes sin revocar, los carros y los vecinos sentados a la puerta, con la mujer llevándoles el mate.
Junto a esas imágenes, fotos de Eduardo Galeano y Martha Lynch, y sus voces grabadas opinando sobre el amigo y colega, uno siguiendo su corriente, la otra valorando al escritor pero muy sincera en cuanto a eso del compromiso social de los artistas e intelectuales. Ella descreía de todo entusiasmo de izquierda, y el propio Conti entendía «el compromiso» de un modo particular. «Nuestra obligación es hacer las cosas más bellas que el adversario», se lo escucha decir.
También se le escucha alguna ingenuidad comprensible sólo en aquel momento, cuando critica «la libertad en abstracto como Vargas Llosa con el caso Padilla». Hoy se percibe mejor que entonces cómo el régimen castrista obligó al poeta Herbert Padilla a «autocriticarse» y criticar incluso a quienes pedían por su libertad, desde Jean-Paul Sartre para abajo. Y cómo la mayoría de quienes pidieron por él se quedaron quietos, salvo el peruano, que renunció ostentosamente al Comité de la Casa de las Américas y no paró hasta que el poeta pudo irse de la isla. Abstracciones aparte, hubo pocos meses después algo desgraciadamente concreto: el secuestro y asesinato de Conti en mayo de 1976. Sólo el padre Leonardo Castellani pidió por él ante Videla.
Cuervo escondió entonces el material, esperando mejores tiempos. Pero en 1979, a poco de ser padre, murió en un accidente. Su hijo tenía apenas 10 meses. Su esposa, un montón de latas en el ropero. Valiente, no las quemó. Ya en democracia, el chico supo que allí había un tesoro de su padre. Más grande estudió cine, y completó la obra. Esta es su primera película, una obra de amor donde también aparece el otro hijo, Marcelo Conti, remando entonces y ahora por los riachos que amaba su padre, pero donde también suena, en algún momento, una irónica intuición del escritor: «El verdadero amor está rodeado de tristeza. Siempre lo dije, pero no sé por qué». La tristeza se percibe en el sepia de las imágenes nuevas, donde una madeja de hilo envuelve la máquina de escribir, un bote cruza una inundación que arrastra cuadernos y papeles sueltos, y la madre y esposa de esos cineastas lee, expresivamente, ciertas páginas que hoy perduran en el recuerdo.