El rey Arturo: La leyenda de la espada

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

JUEGOS, TRAMPAS Y UNA ESPADA LEGENDARIA

Si con El agente de C.I.P.O.L. Guy Ritchie había alcanzado su mejor forma, a partir de poner en tensión su propio cine con una estética y narrativa más cercana al clasicismo, El rey Arturo: la leyenda de la espada parece ser una vuelta a las fuentes, que en este caso resta más que suma, aunque no deje de tener ciertos elementos interesantes. Más que nada, porque hay en el realizador un dejo de coherencia (y hasta algo de terquedad) que le permite ser fiel a sí mismo, con sus virtudes y defectos, lo que le agrega unas cuantas mutaciones propias al mito artúrico.

Los cambios no sólo vienen por el lado de lo pirotécnico, con las dosis extras de efectos especiales y criaturas mitológicas. Ritchie es consciente de que la leyenda que aborda es un molde maleable, que hay una base fuerte pero sobre la que se puede improvisar y, apoyándose en un proyecto inicialmente escrito por Joby Harold, convierte al Arturo que encarna Charlie Hunnam en un pandillero de origen noble pero criado en las calles. Las intrigas palaciegas están (focalizadas principalmente en el villano interpretado por Jude Law) pero lo que se impone es la fisicidad de la calle, donde priman las pandillas, jugarretas y estafas. De hecho, por momentos da la impresión de estar viendo una reversión en clave medieval de Juegos, trampas y dos armas humeantes, o de Snatch: cerdos y diamantes.

Esa apuesta de Ritchie no deja de ser atractiva, especialmente cuando se suelta por completo y deja que el film se transforme en una comedia de aventuras donde todo va a mil por hora. El problema surge cuando el cineasta no sabe detenerse apropiadamente en los dilemas que afronta el protagonista, la relación que entabla con el grupo de gente que lo acompaña en su misión para recuperar el trono y sus propios orígenes, prefiriendo seguir acelerando a fondo. Durante la mayor parte de su metraje, El rey Arturo: la leyenda de la espada es puro guiño y superficie, como si a Ritchie no le importara la leyenda, la magia o Arturo, sino demostrar que puede trasladar su vértigo en el montaje y sus rulos narrativos -que incluyen flashbacks y flashforwards– a una iconografía clásica.

Sólo en determinados paisajes Ritchie se toma un respiro y les da a los personajes una mayor capacidad de decisión, para dejar que sean ellos -y no la edición- los que lleven adelante el relato. Allí surge algo de humanidad y nobleza en un film que es mayormente un pastiche algo avasallante y demasiado canchero. El cierre deja la puerta abierta para futuras secuelas -se supone que hay un plan para un total de seis entregas- y una muy cautelosa esperanza: hay material para que la saga sea realmente atrayente, pero se necesitan balancear mejor las herramientas puestas en juego. El rey Arturo: la leyenda de la espada es una apertura que se sostiene por sí misma, pero donde los formalismos se comen a los personajes.