Regreso a las fuentes
Burman vuelve al universo de El abrazo partido y Derecho de familia con un film pequeño, sentido y entrañable.
Decir que El Rey del Once es un regreso a las fuentes, a la esencia de Daniel Burman, puede sonar como una afirmación conservadora, algo así como reivindicar lo ya conocido, lo ya transitado, lo ya probado con éxito. Pero, además de ser una frase cierta, en este caso es recuperar una convicción y una sensibilidad que el director había perdido en buena parte en El misterio de la felicidad, La suerte en tus manos y Dos hermanos.
En mi opinión El Rey del Once se queda uno o dos escalones por debajo de las notables Derecho de familia y El abrazo partido, pero eso no es lo importante (todo es materia discutible): lo esencial aquí es que Burman decidió revisitar, ya con 42 años y luego de una decena de largometrajes, las calles, el tipo de personajes, los temas y conflictos que lo marcaron y que artísticamente lo consagraron. Y, contra todo prejuicio, en vez de hacerlo con una película más grande, más ambiciosa, más digna de un autor prestigioso, lo hace con un film pequeño (por momentos quizás demasiado pequeño), pero siempre sentido y querible.
El alter-ego de Burman es Ariel (impecable Alan Sabbagh), un economista que no casualmente vuelve después de muchos años al barrio del Once donde creció y se formó tras haberse radicado en Nueva York e intentar sostener allí una complicada relación con una bailarina. Convocado por su padre, Usher (Usher Barilka), veterano e hiperactivo impulsor de una entidad benéfica (está inspirada en la fundación real Pele Ioetz) que se dedica a alimentar, vestir y ayudar en general a los judíos menos favorecidos, Ariel llega con la mirada curiosa, pero también algo cínica y extrañada del renegado. Torpe y algo patético, nuestro antihéroe se la pasará haciendo favores a Usher (que parece no tener ni un instante para dedicarle a su hijo) en las vísperas de la fiesta de Purim, mientras se irá obsesionando cada vez más por Eva (sobrio trabajo de Julieta Zylberberg), una muchacha religiosa que trabaja en la fundación y que en principio mantiene un absoluto silencio.
Comedia padre-hijo asordinada (con subtrama romántica también asordinada), El Rey del Once peca por momentos de una melancolía subrayada (las imágenes en súper 8 de las tapas de galletitas con dulce de leche) y de un pintoresquismo exacerbado (el uso del Citroen 3CV amarillo, algunos planos “de color” de la comunidad judía), pero nunca pierde el encanto ni la honestidad (de recursos y objetivos) a la hora de retratar ese universo dominado por reglas y convenciones propias. Por esa sinceridad y coherencia es que este regreso de Burman no significa un retroceso para refugiarse en lo seguro sino una valiosa manera de recuperar y repensar las obsesiones personales.