Acaso EL REY DEL ONCE sea la mejor película de la ya a esta altura larga carrera del todavía joven Daniel Burman (42), quien en menos de dos décadas ha hecho ya diez películas, estrenando casi religiosamente una cada dos años. ¿Por qué la mejor? Porque en ella aparece el universo que uno identifica como el más auténtico del cine del realizador de ESPERANDO AL MESIAS –el de la trilogía que va de esa película a DERECHO DE FAMILIA, pasando por EL ABRAZO PARTIDO— pero con la sabiduría y el manejo narrativo que en ese entonces todavía no había logrado perfeccionar. Las películas posteriores a aquellas (en especial DOS HERMANOS, LA SUERTE EN TUS MANOS y EL MISTERIO DE LA FELICIDAD) lo encontraban un poco fuera de su elemento temático pero funcionaron como experiencias profesionales que le sirvieron para perfeccionar su manera de narrar, algo especialmente notorio en algunas secuencias de la última de todas ellas.
Los éxitos comerciales de algunas de sus nuevas películas (especialmente las protagonizadas por estrellas, como DOS HERMANOS y EL MISTERIO…) y acaso esa sensación de sentirse un tanto fuera de su elemento lo hayan llevado a tomar la decisión (y el riesgo) de volver a los orígenes temáticos de su cine en una película con menos star power que aquellas pero con una autenticidad y verdad que parecía haber desaparecido de su cine desde los tiempos de DERECHO DE FAMILIA. Burman vuelve aquí al barrio del Once y al corazón de la comunidad judía para contar otra historia de padres e hijos distanciados que intentan retomar esa conexión algo perdida.
Ariel (Alan Sabbagh, impecable como el atribulado hijo) es un economista que vuelve de Estados Unidos a Buenos Aires, más específicamente al Once, a verse con su padre, escapando un poco de una complicada situación sentimental. El padre, Usher, es un hombre que ha dedicado su vida a ayudar a los miembros más desposeídos de la colectividad judía a través de una peculiar fundación (que existe en la vida real), lo cual le ha dejado muy poco tiempo para ocuparse de su familia, más específicamente de su hijo, ya que los deberes de la fundación siempre han estado primero para él.
La fundación es bastante curiosa en su metodología pero indudablemente genera resultados. Mediante recursos no del todo tradicionales (y en algunos casos bastante graciosos), juntan remedios, comida y objetos para familias necesitadas. Y, una vez llegado al Once, a Ariel –que ha escapado de ese universo durante años– no le queda otra que reintegrarse, forzado la mayor parte de las veces por un padre que no es más que una voz en el teléfono, ya que no parece tener tiempo jamás para verlo. Usher lo lleva a Ariel no solo a aprender los secretos de su trabajo sino que lo conecta con Eva (Julieta Zylbeberg), una chica religiosa que no habla tras una serie de circunstancias en su vida que conviene no revelar. Es ella quien lo inicia en los manejos de la fundación y un poco más también…
Entre distintas actividades específicas, lo que va creciendo es una cierta camaradería entre Ariel y Eva, a la par que él –mediante algunos flashbacks– cuenta no solo la historia de su vida en relación a su padre sino que pone en discusión su curiosa relación de “fidelidades” entre familia y comunidad. Pero lo que sorprende en el filme de Burman no es necesariamente su desarrollo temático –que puede ser un tanto previsible y, visto en cierto modo, hasta conservador y tradicionalista– sino la manera en la que los elementos se conjugan en una puesta en escena que por lo general evita todo recurso clásico de exposición para meter al espectador, sin demasiadas explicaciones, en ese universo detallado y específico.
Si bien es cierto que ciertas tradiciones (baños purificadores, los tefilim y otras prácticas de la colectividad judía) pueden ser un tanto complicadas de entender para algunos espectadores, Burman no hace demasiadas concesiones didácticas: cuenta el mundo desde adentro, no lo explica para afuera. Hay una tradición judía que sí se aclara y que forma el eje temático que la película pone en discusión: el concepto del minian, o la necesidad de que haya diez hombres presentes para poder iniciar cualquier ceremonia religiosa. De hecho, el título en inglés del filme es THE TENTH MAN (El décimo hombre), dejando un poco más en claro la metáfora a la que la película hace referencia, esa necesidad de que sean siempre varios los que deban aportar para que la comunidad exista, funcione. Y ese décimo hombre podría ser Ariel.
El último gran logro de EL REY DEL ONCE tiene que ver con la descripción del lugar. Aquí va una pequeña aclaración mía: no solo soy judío (no prácticante, pero el judaísmo va mucho más allá de eso) sino que vivo a muy pocas cuadras de dónde transcurre la película. Y hasta hoy nunca había visto una película que mostrara el barrio en su caótico, desorganizado y a la vez típicamente porteño funcionamiento. Aún más que en EL ABRAZO PARTIDO, esta es una película sobre un territorio que se maneja con sus propias reglas y tradiciones, unas que pueden no ser comprendidas ni compartidas por mucha gente (aún por los que las transitamos) pero que sin dudas están reflejadas en la película con una verdad a prueba de documentalistas.
Y esa verdad, finalmente, es la que se respira en cada plano de EL REY DEL ONCE, este retorno a las fuentes de un Daniel Burman que retoma su universo tras una década y se acerca a él con la sabiduría que da la edad, sí, pero también con la inteligencia del que se fue del barrio (en más de un sentido) y supo entender cómo –y sobre todo, porqué– volver.