Volver al barrio
Daniel Burman regresa con ‘El rey del Once’ a las historias y la geografía de sus primeras películas, terreno en el que más cómodo se siente.
Uno de los recuerdos más felices de mi biografía cinéfila pertenece a una noche de marzo del año 2004 en el Auditorium de Mar del Plata. A pesar de que durante un festival de cine todos los días se parecen entre sí, recuerdo que era domingo y se proyectaba por primera vez en el país El abrazo partido. La película venía de recibir en el Festival de Berlín el Premio del Jurado y el Oso de Plata para Daniel Hendler, su protagonista. Era ya la cuarta película de Daniel Burman; las otras tres no habían sido muy buenas, aunque tampoco del todo malas. Se adivinaba la intención de pintar un universo y un propósito que en aquel momento se oponía tanto al cine industrial como al Nuevo Cine Argentino, pero ninguna había sido totalmente satisfactoria. El abrazo partido era perfecta.
Al menos eso me pareció en aquel momento. Supongo que influyó positivamente esa función repleta con un público entusiasta, pero sobre todo mi identificación con el protagonista, un judío porteño de veintipico. Suelo condenar los juicios de ese tipo pero cuando son inevitables alguna virtud hay: Burman tuvo la capacidad de describir un mundo con exactitud y gracia, y no es que me cautivó porque ese mundo fuera el mío -o no sólo- sino que porque era el mío pude notar hasta qué punto estaba reflejado con precisión.
Después Burman siguió por la misma senda, explorando a los mismos personajes, a esas familias neuróticas judías de clase media enfrentadas a los cambios inevitables que trae el paso del tiempo. Pero en algún momento se aburrió, o vaya uno a saber qué otra cosa le pasó, pero intentó abordar otro tipo de historias y se asoció al guionista Sergio Dubcovsky: Dos hermanos, La suerte en tus manos y El misterio de la felicidad fueron películas rengas, con cuyas historias Burman no se sentía del todo a gusto, y encontró su límite. Quizás el talento que tiene para pintar su aldea sea el que le falta para pintar la aldea de otros.
Por eso es una excelente noticia la llegada de su décima película, El rey del Once, en la que vuelve al barrio, literal y metafórico: el Once y su fauna, los jóvenes (ahora treinteañeros) neuróticos, las relaciones padre-hijo y hombre-mujer. Burman vuelve a contar prácticamente la misma historia que en El abrazo partido, como si El rey del Once fuera un reboot del Burman Cinematic Universe en el que Alan Sabbagh le inyecta frescura al personaje de judío atribulado que tan bien construyeron entre Burman y Hendler en la década pasada.
El protagonista se llama otra vez Ariel y es un economista que vive en Nueva York con su mujer bailarina. La película empieza cuando viaja a Buenos Aires para visitar a su padre y presentársela. Pero su mujer se retrasa y termina viajando solo, y su padre no aparece, apenas lo llama por teléfono y le pide que le haga favores para su fundación de ayuda en el barrio. “En un rato voy, pero haceme tal gauchada”, le dice una y otra vez, y Ariel lo hace y se va mimetizando con el paisaje. Su mujer aparece cada vez más lejana, en el otro hemisferio, y conoce a otra mujer misteriosa, Eva (Julieta Zylberberg), que no habla porque hizo votos de silencio.
Burman no sólo gana al volver al terreno conocido; se nota que la excursión a mundos extraños y, quien sabe, la edad, le dieron una seguridad y una solvencia que antes no tenía. El guión de El rey del Once es redondo como los mejores exponentes del cine clásico y a la vez sutil, con más de una subtrama que funciona como nota al pie para enriquecer la historia principal, con vueltas de tuerca sencillas pero sorprendentes, personajes secundarios que son un verdadero hallazgo -sobresalen Marcelito Cohen y, en una sola escena inolvidable, la Mumi Singer de Dan Breitman- y todo está retratado con una cámara movediza e íntima digna de un veterano de mil batallas que no necesita ostentar virtuosismo pero que tampoco resuelve las tomas con simples planos y contraplanos.
El rey del Once es una comedia con un humor judío exquisito que detrás del velo de una historia costumbrista narra los problemas existenciales de un joven que no sabe de qué lado del mundo echar sus raíces.