El retorno de Daniel Burman a un tema que conoce, a un barrio que supo describir, no pudo ser más desafortunado.
Plagada de simbolismos sin explicar, de rituales sin manifestar razones ni desarrollar contenidos. Sólo una pregunta no contestada sino hasta el final del filme, es la que intenta sostener la ilación narrativa de algo totalmente desarticulado.
¿Por qué se necesitan 10 personas para poder realizar determinados rituales?
El más importante seria el Kadish (rezo) por los muertos.
De la misma manera que en “Nueve reinas” (2000) Fabián Bielinsky articulaba la pregunta de un personaje sobre la interprete de una canción, con 15 años de diferencia entre ambos filmes, la consabida popularización de Internet y de Google, dan por tierra con el recurso cómico. En realidad transforma en inepto al protagonista, situación que contrapone en la construcción de un verosímil sobre el personaje.
Para explicar esto vayamos a la sinopsis argumental.
Ariel vive en Nueva York, es un financista establecido, tiene una novia que todos envidiarían, bailarina contemporánea ella, pero al mismo tiempo es un hijo distanciado de su padre. Distancia tanto física como real. Lo cual parece una paradoja, sólo que es real en términos de relación afectiva.
Su padre es famoso sólo en su querido barrio de Once, y lleva adelante una fundación de beneficencia. Ariel (Alan Sabbagh, en una de sus más desabridas interpretaciones), regresa para presentarle al padre a su futura nuera, sólo que ella no viaja. Detalle. Se instala por supuesto en Once, el barrio judío de su niñez.
Lo que debería ser un reencuentro con su padre se transforma en un retorno a la tradición, la misma que dio origen al distanciamiento lo cual implica un retorno a los mandatos. Si, como expresa la gacetilla, estamos frente a una historia que maneja la paradoja de un hombre que ayuda a todo el mundo pero es incapaz de hacerlo con su hijo Ariel, podríamos recurrir a “Tributo” (1980), de Bob Clark, con Jack Lemmon, que narra el acercamiento casi forzado de un hijo con un padre. No es eso lo que intenta ni consigue El rey del Once.
Lo que intenta es hacer una radiografía graciosa (tampoco lo logra) del mundo intimo de una colectividad muy pública.
Estructurada en episodios diarios, nominales, durante el transcurso de una semana el derrotero de Ariel, va directo al núcleo de ese universo que incluye una fundación de beneficencia y religiosa más no ortodoxa (existen pero no así), de la cual su padre Usher, quien sólo es una voz del otro lado del teléfono, es el presidente.
Ordenes de todo tipo le llueven a Ariel, ya que la fundación da comida, ropa, remedios obtenidos de las casas de los fallecidos de la comunidad, pelucas, lo que sea.
Allí conoce a Eva (Julieta Zylberberg), lo mejor del filme. El impacto es inmediato, ¿de ambos?, pero ella es una religiosa con votos de silencio, quien termina siendo su asistenta por mandato de Usher, luego se transforma en otra cosa.
Toda la falta de explicación sobre los rituales y simbolismos se desplaza a una estructura narrativa inconexa, situaciones que terminan por no cerrar, como por ejemplo, qué pasó con la novia neoyorkina luego que se interrumpe la conversación telefónica de manera abrupta. Nada. Pasamos a otro día.
Los intentos alegóricos son tan claros como burdos, los baños rituales lo realizan los ortodoxos, esta comunidad no lo es. Eva es la primera mujer en la Biblia.
Todo transcurre en siete días, son los que bíblicamente tardó Dios en hacer el mundo, el sábado descanso, en el filme el séptimo día es Purim, la fiesta más alegre del calendario judío, pero tampoco se dice. ¿Para que? Si igual nada está explicado, ni desarrollado, ni tiene sentido.
Las actuaciones son olvidables, salvo la mencionada Julieta. Es interesante el manejo de la cámara y sus movimientos, perjudicados por un montaje insulso. El diseño de sonido es de lo más loable junto con la fotografía, lo que falla es el guión, se lo mire por donde se lo mire.
Para radiografías “Esperando al Mesías” (2000) y “El abrazo partido” (2004) del mismo director, pero con guión.