Luego de un puñado de películas alejadas del barrio de Once (escenario de Esperando al mesías, de 2000, y El abrazo partido, de 2003), Daniel Burman regresa a un universo que conoce y supo transitar como ningún cineasta argentino. En esta oportunidad sin Daniel Hendler (su actor fetiche), el director se interna nuevamente en el costumbrismo judío y los códigos de su zona de influencia. Pero lo hace sin apelar al reciclaje de sus anteriores trabajos. Un indicio de estas nuevas búsquedas es la inclusión de Alan Sabbagh en el rol protagónico, cuya presencia resulta un saludable hallazgo.
A Once también retorna Ariel (Sabbagh), un economista treintañero instalado hace años en Nueva York, que vuelve a su patria chica con la idea primaria de que su padre Usher conozca a su novia Mónica (Elisa Carricajo). Pero la chica es bailarina y una competición le impedirá viajar junto a Ariel, por lo cual éste decide partir solo.
Descreído de toda ortodoxia y tradiciones judías, Ariel se topará con un mundo que desconocía (o había olvidado). Su familia regentea un fundación que hace las veces de -según el caso- farmacia, carnicería y mercería, donde Usher es un referente barrial (el "Rey de Once" del título) encargado de proveer a los vecinos necesitados. Esta especie de hombre orquesta será un fuera de campo constante, ya que en gran parte de la película solo sabremos de él a través de los insistentes llamados a su hijo para que le resuelva algún asunto o de las deudas que le reclama más de un comerciante. Usher trata de cumplir con todos, pero en este caso la caridad bien entendida no empieza por casa. Cabe aclarar que la institución existe en verdad y es Usher Barilka su cabecilla.
En una locación que Burman domina de pe a pa (los contrastes de las calles de Once, atestadas de día y despobladas por la noche), la cámara -por momentos detallista y por otros nerviosa- sigue los pasos de Ariel (notable la gestualidad de Sabbagh), que como un testigo privilegiado asiste perplejo a modos y rituales de los que fue parte alguna vez y ahora le cuesta sentir como propios. En tanto, conocerá a Eva (Julieta Zylberberg), una empleada de la fundación, religiosa hasta el mutismo, que lo acercará a los hábitos del pasado y, a su vez, lo hará reflexionar sobre el futuro. Como sucedía en Derecho de familia (2009), un hijo de treintaitantos deberá asumirse, obligado por las circunstancias, como sucesor natural de su padre.
Burman, un hábil narrador con especial tino para los vínculos familiares, logra que esta película de segundas oportunidades resulte entrañable y al mismo tiempo, indagatoria sobre la beneficencia y sus contradicciones. Quizás, como lo ha expresado recientemente, el director deje descansar por un tiempo, no solo a Once sino al mismo cine, y tome nuevos rumbos vinculados a la publicidad. Cualquiera que sean estos, seguramente encontrarán a un realizador en plena forma.