Cuestión de herencia
Como muchas veces ha ocurrido en el cine de Daniel Burman, ésta es una película centrada en las relaciones padre-hijo. Y que transcurre en el Once. Aquí, Usher es el padre y Ariel -otra vez ese nombre, esta vez interpretado no por Daniel Hendler sino por Alan Sabbagh-, el hijo.
Usher es una figura paterna del Once, que dirige una fundación frenética a la que acuden multitudes a buscar ropa, ansiolíticos, carne y ayudas varias. Usher puede manejar todo a la distancia, también la vida de su hijo, al que vemos volver de Nueva York -donde vive, trabaja de economista y tiene una novia bailarina- a visitar Buenos Aires con un encargo específico y de último momento de su padre. Usher no sólo es una figura paterna múltiple, es más que eso, es una voz que controla desde el teléfono, y la disposición narrativa de la película lo vuelve inasible y omnipresente, lo que acrecienta su estatus de sombra -o luz- ineludible: aunque no lo veamos, Usher siempre está.
Burman vuelve a la forma -al estado atlético, casi podría decirse-, a la cercanía de El abrazo partido, al manejo y la observación de calles y veredas del nuevo cine argentino, a la comedia existencial, a los chistes certeros con filo renovado. Y saca de la manga y exhibe un triunfo actoral: las resplandecientes performances de Sabbagh y Julieta Zylberberg y sobre todo su interacción, con una química extraordinaria y a priori improbable. Más allá de que sobre el final haya alguna información abrupta sobre los personajes que no queda del todo integrada, la narrativa de Burman pega un salto de calidad, o quizás haya vuelto al camino de la mencionada película, a ese que le permite integrar conflictos, intriga, narrativa, deriva, distancia, cercanía y cambios.
Ariel, mientras espera, redescubre el barrio, un Once de una intensidad como solamente Usher podría haber dispuesto. Un barrio que es todo, cárcel y a la vez posibilidades constantes. En ese sentido, El rey del Once es la vuelta al pago y también una película de amor. De amor transpirado, en lugares descascarados, en pasillos atestados de objetos, en el fragor de la protesta y la ansiedad por un pedazo de carne para Purim.
Usher, como cuando Ariel era niño, sigue definiendo la vida de su hijo. Y los movimientos de Ariel se tensionan sobre sus deseos, sus intereses, sus fastidios y las cadenas de favores del barrio. Y es asediado por las voces, la de su padre y también la de su novia que está en Estados Unidos. Ambos por llegar -o quizá no- son prácticamente sólo sonidos en su celular moderno. La desaparición de ese artefacto será clave: habrá en Ariel una nueva manera de escuchar, y no solamente por el nuevo (viejo) teléfono, sino porque, al escuchar menos, Ariel verá más, redescubrirá lo que lo rodea -lo que lo rodeaba antes de irse-, lo que lo reclama.
El rey del Once quizá sea, a fin de cuentas, a su manera, una singular película monárquica sobre la herencia.