Un hombre en busca de sus tradiciones
Luego de la trilogía Esperando al mesías, El abrazo partido, Derecho de familia, Daniel Burman decidió alejarse un poco del entorno del barrio de Once donde transcurrían sus historias y también del personaje de Ariel, que encarnaba con recurrencia Daniel Hendler. Si bien no se distanció de asuntos como los vínculos paterno-filiales (El nido vacío es un claro ejemplo), lo cierto es que comenzó a explorar otras posibilidades dentro de un cine que se solidificaba formalmente pero que comenzaba a mostrar algunos símbolos dispersivos, como en la última El misterio de la felicidad: el cine Burman, anteriormente claro discursivamente, parecía ingresar en una suerte de limbo que de alguna forma evidenciaba cierta insatisfacción. Vaya uno a saber si los caminos que toman los realizadores son tan conscientes, pero El rey del Once, una película que reproduce el regreso de un hijo al lugar del origen, es también una exploración sobre la vuelta del propio Burman a los temas fundantes de su obra.
Ariel -otra vez, aunque ahora lo interprete Alan Sabbagh- es un economista que vive en Nueva York y que emprende un viaje a Buenos Aires para presentarle su novia al padre, el enigmático Usher, que maneja una fundación de asistencia a miembros de la comunidad judía que viven con apremios financieros: comida, medicamentos, todo tipo de objetos, algunos sumamente ridículos, son entregados desde una oficina abarrotada de cosas y de gente. El mundo al que llega Ariel, encima sin la novia que venía a presentar, es excéntrico, pero de un excentricismo asordinado, barrial, desprovisto de todo lujo, aunque no carece de un humor lunático. Incluso keatoneano por cómo el cuerpo del protagonista se moviliza con dificultad por esos espacios extraños. La cámara de Burman, inteligentemente, apela a planos cerrados y a un movimiento, un caminar pasillos que confunde aún más al confundido Ariel: para qué está allí, es todo un enigma. Mientras, Usher, se comunica sólo por teléfono.
Desde ese recurso (la omnipresencia del padre, aunque nunca se lo vea), Burman construye nuevamente una mirada sobre padres e hijos, sobre distancias generacionales pero también sobre distancias auto-impuestas por hijos que desean separarse de un discurso paterno. Ariel no es religioso, de hecho desconoce mucho del significado de los rituales judíos, y nunca anteriormente en el cine de Burman como aquí lo tradicional, lo ritual, adquiere una fuerza clave. El director incorpora en muchos pasajes del film una serie de protocolos religiosos judíos. Lo hace sin mayores explicaciones, logrando de esa manera que la confusión de Ariel respecto del mundo al que se suma sea la misma que la del espectador. No se sabe muy bien qué está pasando, pero hay una fascinación que es fácilmente asimilable a ese deseo abstracto que unifica los lazos familiares.
Lo más elogiable en la película del director de El abrazo partido es que más allá de los resultados que exhibe, existe en su trabajo una fuerte decisión por transitar nuevos rumbos, por modificar un trabajo y no dormirse en los laureles, incluso a fuerza de perder público. Porque El rey del Once, sin ser una película compleja argumental o narrativamente, exige al espectador la clarividencia para descubrir en ese recorrido errático que hace el protagonista todas las claves que deconstruyen el film. Es decir, así como los rituales no se explican demasiado, tampoco ocurre lo mismo con los sentimientos de los personajes: de hecho, la coprotagonista, Eva, es una joven que por algún tipo de voto debe permanecer callada. Y así lo hace durante casi todo el metraje. Si la religión parte de lo simbólico para fundar su razón, El rey del Once es una de las películas más religiosas posibles.
Como siempre en el cine de Burman, la lucha entre el hijo y el padre se resuelve finalmente con una aceptación y asimilación de roles. Nada resulta demasiado trágico pero sí es coherente, y ese es el mayor rasgo de humanidad que conserva su obra, aún en sus films más flojos. El rey del Once expresa nuevamente esa necesidad por iniciar un camino personal, dejando de lado aquí ciertos vicios del mainstream y reconstruyéndose con rasgos de un cine más independiente y enigmático.