En estado de desconcierto
La historia de un economista que viaja a ver a su padre, presidente de una extraña fundación de beneficencia, sirve para que la cámara de Daniel Burman se deje llevar tanto como el protagonista, arrastrado a un vórtice de hechos aparentemente inconexos.
Es posible que El rey del Once sea la mejor película de Daniel Burman. La más personal, la menos mainstream, la más misteriosa y autosuficiente de todas, la menos dependiente de la presencia de alguna estrella. El realizador de Derecho de familia ya había dado muestra de su capacidad de recuperación en los comienzos de su carrera, cuando a su primera película buena (Esperando al Mesías, 2000) sucedió su primera película mala (Todas las azafatas van al cielo, 2002), pegando de inmediato el volantazo que daría por resultado su film consagratorio, El abrazo partido (2004). Ahora, tras una serie que parecía haberlo perdido para siempre en los pantanos del cine fast-food (Dos hermanos, La suerte en sus manos, El misterio de la felicidad), vuelve a reaccionar con iguales reflejos que antes y da el segundo gran viraje de su filmografía, volviendo al territorio que había fundado en sus comienzos (la zona comercial del barrio del Once), pero no para repetirse sino para reinventarse. Y lo logra, en uno de los movimientos más consecuentes que un realizador argentino haya dado en mucho tiempo.No está muy claro para qué Ariel, que es economista (Alan Sabbagh), vuelve de Nueva York a Buenos Aires, dejando allí por un tiempo a su esposa, bailarina de danza clásica. Tiene que presentarle una chica a su padre, Usher, pero ese motivo parece demasiado pequeño para justificar el regreso. De todos modos, la falta de explicaciones es uno de los valores narrativos de El rey del Once, en tanto hace orbitar a la película entera como planeta independiente, del que el espectador va recibiendo algunos reflejos. Pero nunca todos. En el centro de ese planeta, una extraña fundación de beneficencia que preside Usher, y que se ocupa tanto de dar comida a gente sin alimento de la colectividad como medicamentos (abundan los tranquilizantes), pelucas (de alto consumo para el sector jasídico), juguetes o cualquier otra cosa. Siempre sin aparecer, por algún motivo tampoco explicado, Usher da instrucciones a Ariel, tan diversas como las funciones de la fundación que preside. Tratar de convencer a un carnicero kosher de que pase por alto una deuda y provea de carne al centro, que sufre el reclamo de sus beneficiarios. Visitar a un ayudante del templo de la calle Paso, internado por una próxima cirugía. Rescatar las pertenencias de un reciente fallecido, junto a una voluntaria.La voluntaria, Eva (Julieta Zylberberg), es todo un tema. Desde el momento en que la ve, Ariel queda impactado. “¡No la toque!”, le advierte Hércules, el encargado: la chica es religiosa, y la religión prohíbe el contacto intersexual. Además, no habla. ¿Es muda? ¿Hizo una promesa? ¿No tiene nada que decir? Misterio. Esa acumulación de elipsis narrativas de distinto tipo, sumada al carácter indeterminado de las funciones de la fundación y al modo intempestivo en que están presentadas algunas escenas, ponen al espectador en el mismo estado de desconcierto en el que se halla Ariel. ¿Desconcierto cósmico, como el del Woody Allen más perplejo, como el del Larry Gopnik de Un hombre serio, de los hermanos Coen? Tal vez. La cuestión es que desde el momento en que pisa Ezeiza, Ariel se ve como arrastrado por un vórtice de hechos a los que cuesta ligar entre sí, con montones de personas que en las oficinas de la fundación le preguntan sobre las cosas más diversas y sobre ninguna de las cuales él sabe nada. A su vez, la fundación funciona como una mafia angelical, donde el bien se practica por doquier, pero por izquierda. Y con un “capo” que da órdenes guardado.De pronto, y siguiendo a Eva en el inenarrable Citröen 2CV de la fundación, Ariel entra a un templo y se ve en manos de un grupo de rabinos, que creyendo que él está ahí para eso lo inician en el rito del tefillin, en el que el iniciado queda enredado (¡pero para iluminarse!) en lazos negros. Ariel no es creyente, pero se deja hacer. Esa suerte de maleable desconcierto lo define: al menos por unos días, Ariel se deja llevar. Algo semejante sucede con la cámara de Burman, que sin una sola nota musical que la acompañe al cuete también se deja llevar, por calles, referencias, paseantes, comercios y personajes “reales” del barrio de Once. Esas imágenes “robadas” impregnan a El rey del Once de una cualidad muy peculiar, permitiendo definirla como comedia étnica-documental-de iniciación-ligeramente absurda, si no fuera que suena tan atrabiliario. Dentro de un elenco en el que actores profesionales amalgaman con no actores como la comida kosher con la que no lo es, el atribulado, desconfiado y asombrado Alan Sabbagh es, definitivamente, Ariel. Y es también, y al mismo tiempo, el espectador.