En estado de desconcierto La historia de un economista que viaja a ver a su padre, presidente de una extraña fundación de beneficencia, sirve para que la cámara de Daniel Burman se deje llevar tanto como el protagonista, arrastrado a un vórtice de hechos aparentemente inconexos. Es posible que El rey del Once sea la mejor película de Daniel Burman. La más personal, la menos mainstream, la más misteriosa y autosuficiente de todas, la menos dependiente de la presencia de alguna estrella. El realizador de Derecho de familia ya había dado muestra de su capacidad de recuperación en los comienzos de su carrera, cuando a su primera película buena (Esperando al Mesías, 2000) sucedió su primera película mala (Todas las azafatas van al cielo, 2002), pegando de inmediato el volantazo que daría por resultado su film consagratorio, El abrazo partido (2004). Ahora, tras una serie que parecía haberlo perdido para siempre en los pantanos del cine fast-food (Dos hermanos, La suerte en sus manos, El misterio de la felicidad), vuelve a reaccionar con iguales reflejos que antes y da el segundo gran viraje de su filmografía, volviendo al territorio que había fundado en sus comienzos (la zona comercial del barrio del Once), pero no para repetirse sino para reinventarse. Y lo logra, en uno de los movimientos más consecuentes que un realizador argentino haya dado en mucho tiempo.No está muy claro para qué Ariel, que es economista (Alan Sabbagh), vuelve de Nueva York a Buenos Aires, dejando allí por un tiempo a su esposa, bailarina de danza clásica. Tiene que presentarle una chica a su padre, Usher, pero ese motivo parece demasiado pequeño para justificar el regreso. De todos modos, la falta de explicaciones es uno de los valores narrativos de El rey del Once, en tanto hace orbitar a la película entera como planeta independiente, del que el espectador va recibiendo algunos reflejos. Pero nunca todos. En el centro de ese planeta, una extraña fundación de beneficencia que preside Usher, y que se ocupa tanto de dar comida a gente sin alimento de la colectividad como medicamentos (abundan los tranquilizantes), pelucas (de alto consumo para el sector jasídico), juguetes o cualquier otra cosa. Siempre sin aparecer, por algún motivo tampoco explicado, Usher da instrucciones a Ariel, tan diversas como las funciones de la fundación que preside. Tratar de convencer a un carnicero kosher de que pase por alto una deuda y provea de carne al centro, que sufre el reclamo de sus beneficiarios. Visitar a un ayudante del templo de la calle Paso, internado por una próxima cirugía. Rescatar las pertenencias de un reciente fallecido, junto a una voluntaria.La voluntaria, Eva (Julieta Zylberberg), es todo un tema. Desde el momento en que la ve, Ariel queda impactado. “¡No la toque!”, le advierte Hércules, el encargado: la chica es religiosa, y la religión prohíbe el contacto intersexual. Además, no habla. ¿Es muda? ¿Hizo una promesa? ¿No tiene nada que decir? Misterio. Esa acumulación de elipsis narrativas de distinto tipo, sumada al carácter indeterminado de las funciones de la fundación y al modo intempestivo en que están presentadas algunas escenas, ponen al espectador en el mismo estado de desconcierto en el que se halla Ariel. ¿Desconcierto cósmico, como el del Woody Allen más perplejo, como el del Larry Gopnik de Un hombre serio, de los hermanos Coen? Tal vez. La cuestión es que desde el momento en que pisa Ezeiza, Ariel se ve como arrastrado por un vórtice de hechos a los que cuesta ligar entre sí, con montones de personas que en las oficinas de la fundación le preguntan sobre las cosas más diversas y sobre ninguna de las cuales él sabe nada. A su vez, la fundación funciona como una mafia angelical, donde el bien se practica por doquier, pero por izquierda. Y con un “capo” que da órdenes guardado.De pronto, y siguiendo a Eva en el inenarrable Citröen 2CV de la fundación, Ariel entra a un templo y se ve en manos de un grupo de rabinos, que creyendo que él está ahí para eso lo inician en el rito del tefillin, en el que el iniciado queda enredado (¡pero para iluminarse!) en lazos negros. Ariel no es creyente, pero se deja hacer. Esa suerte de maleable desconcierto lo define: al menos por unos días, Ariel se deja llevar. Algo semejante sucede con la cámara de Burman, que sin una sola nota musical que la acompañe al cuete también se deja llevar, por calles, referencias, paseantes, comercios y personajes “reales” del barrio de Once. Esas imágenes “robadas” impregnan a El rey del Once de una cualidad muy peculiar, permitiendo definirla como comedia étnica-documental-de iniciación-ligeramente absurda, si no fuera que suena tan atrabiliario. Dentro de un elenco en el que actores profesionales amalgaman con no actores como la comida kosher con la que no lo es, el atribulado, desconfiado y asombrado Alan Sabbagh es, definitivamente, Ariel. Y es también, y al mismo tiempo, el espectador.
Etica y compromiso En el documental de Gustavo Gzain puede observarse que la lucidez de Bayer está acompañada por la fuerza de un ser íntegro, que pone el cuerpo en situaciones donde sabe que lo necesitan. Entre otras cosas admirables en Osvaldo Bayer –además de su enorme compromiso con la historia, los olvidados y los despreciados– está su vitalidad. Que a sus 87 años tenga una presencia constante en los actos vinculados con causas justas demuestra que es un hombre que no se deja doblegar por el paso del tiempo. En el documental La livertá, de Gustavo Gzain, puede observarse también que la lucidez de un gran intelectual está acompañada por la fuerza arrolladora de un ser íntegro que pone el cuerpo en aquellas situaciones donde él sabe que lo necesitan. Aunque resulte increíble, Bayer no se cansa. Filmado en parte en la Argentina y otra parte en Alemania, los dos países que desde el exilio son moradas del escritor, el documental de Gzain es una biografía cinematográfica no convencional. Lejos está de la simple enumeración de los datos fríos como el paisaje de una Berlín nevada. Por el contrario, se compone de dos tipos de momentos vividos por Bayer y que movilizan al espectador: los históricos y los intensos. Y, en algunas ocasiones, la combinación de ambos.La livertá tampoco es el típico documental de “cabeza parlante” que sólo se estructura con testimonios. Aunque hay pequeños tramos de entrevistas, el film aborda principalmente situaciones vividas por Bayer antes que relatos. Y van desde las más públicas a las más íntimas, así como lo demuestra, por ejemplo, la filmación de los festejos en familia por los 60 años que Bayer y su mujer Marlies cumplieron como pareja. Como la cámara de Gzain es prácticamente imperceptible, permite captar las situaciones más cotidianas de la familia Bayer sin mediatizaciones, como son en la realidad. Es que el cineasta logró entrar en la intimidad de Bayer y su mundo privado; es decir, en aquello que no se puede leer en sus libros. Por ejemplo, en sus charlas con amigos: con Roberto “Tito” Cossa entabla un diálogo muy profundo sobre la amistad, el exilio y la discusión sobre los que se quedaron y los que se tuvieron que ir. Y con otro amigo de la vida, Rogelio García Lupo, sostiene también una conversación enriquecedora, en la que García Lupo le comenta que en alguien que escribe sobre historia no puede faltar una etapa en la cárcel.Ese mundo privado de Bayer –donde se lo ve, por ejemplo, barriendo la escalera con nieve en su casa de Alemania o preparando el café– se combina con la faceta del hombre público que tiene. Por eso, la cámara registra su participación en la inauguración de la Cátedra de Derechos Humanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, su presencia en la conmemoración de los 35 años de Madres de Plaza de Mayo-Filial Neuquén, caminando por el Monumento al Holocausto en Berlín, exponiendo en una conferencia sobre Ana Frank en Buenos Aires, hablando en la Villa 31 y, por supuesto, participando de una ceremonia con miembros de pueblos originarios, a quienes les ha dedicado no sólo su talento intelectual, sino también su más profundo compromiso.Hay varias escenas memorables en La livertá: desde la más simpática cuando se lo ve a Bayer bailando con una Madre de Plaza de Mayo, pasando por otra en la que canta una melodía anarquista de un cancionero revolucionario, hasta la que sintetiza su manera de pensar y de sentir: aquella en la que tras el vidrio de una ventana, Bayer mira el monumento al genocida Julio Argentino Roca y le habla. “Te vamos a desmonumentar”, le dice, entre otras cosas. Es ahí cuando expone su pensamiento vivo, la ética de las convicciones. Minutos antes, cuando visita el Espacio para la Memoria (Ex ESMA) le dice a la coordinadora: “Queremos traer el monumento a Roca acá junto con los grandes genocidas”. Son escenas de alto impacto emocional, donde se trasluce el mérito del director para captar esos instantes. Y es ese mencionado entrecruzamiento entre su cotidianidad y los actos trascendentes el que cimienta la estructura de este documental en el que Bayer demuestra que hablar lo que se piensa no es tan sincero como decir lo que se siente. “La ética finalmente triunfa en la vida”, dice en La livertá. A juzgar por su manera de entender la vida puede asegurarse que este gran periodista y escritor es también un hombre exitoso.
Es tiempo de ponerle imágenes al frío Así como para hacer Tótem viajó al Pacífico canadiense, para Al fin del mundo eligió el otro lado del mundo: Tolhuin, un pueblo ubicado en Tierra del Fuego. En este documental se ocupa de temas cotidianos y muestra al hombre en contraste con la inmensa naturaleza. Si bien la directora Franca González nació en General Pico (La Pampa), siente fascinación por el frío y los paisajes nevados. Así lo demuestra en Tótem (ver crítica aparte), que la llevó a viajar al norte de la isla de Vancouver, sobre el Pacífico canadiense. Y el mismo día que Tótem también se estrena en la pantalla grande su más reciente documental, Al fin del mundo, para el que González volvió a elegir el frío, en este caso, del otro lado del mundo: el pueblo Tolhuin, ubicado en Tierra del Fuego, donde las condiciones climáticas son muy adversas, los vientos soplan a más de 120 kilómetros por hora. Y tiene la siguiente particularidad: la mayoría de sus habitantes nacieron fuera de la isla. Al fin del mundo muestra la rutina de pobladores de Tolhuin: desde una señora mayor cuyo marido se suicidó y ella decidió construir la tumba en el fondo de la casa para llevarle flores periódicamente, pasando por otra mujer que maneja un camión que transporta leña (allí para los trabajos pesados no se distingue por género), hasta un hachero que vive prácticamente aislado y que tiene un método especial para trabajar la madera. Son todos seres silenciosos y solitarios. Porque si hay algo que distingue la caracterización de este pueblo que realiza González es el tema de la soledad, el hombre frente a la inmensa naturaleza sintiéndose un poco insignificante. Por eso no resulta llamativa la incorporación de Roberto, un personaje pintoresco que tiene pensado organizar un carnaval de invierno porque en esa estación del año “la gente se entristece”. Que apenas termine de bañarse Roberto llame al intendente del pueblo desde su celular para comentarle la idea de este evento permite entender que las relaciones humanas –y de poder– no tienen nada que ver con lo que sucede en pueblos más grandes. Ni qué decir si se trata de ciudades. Y hablando de ciudad, Al fin del mundo es un documental pensado para el mundo urbano: allí donde los habitantes de Tolhuin verían solamente rutinas típicas de sus modos de vivir, el ser urbano podrá descubrir que esos paisajes dominados por el color blanco y tan soñados a la hora de pensar las vacaciones, tienen sus riesgos, sus problemáticas para quienes viven allí. Es un punto a favor de González que Tolhuin sea descripto en toda su dimensión: no sólo por su belleza (esto sólo sería un registro cuasi turístico), sino por las limitaciones que les impone a sus pobladores. Pero así como hay momentos de tensión también hay espacio para la diversión: el mismo lugar les permite a los chicos divertirse tirándose en gomones por una ladera nevada. Es fácil intuir que Al fin del mundo fue un documento difícil de concretar por las condiciones climáticas. Sin embargo, a juzgar por las imágenes, la directora “puso el cuerpo” en el lugar, incluso en una fuerte tormenta de nieve que muestra los problemas que acarrea en el exterior de algunas viviendas. González también metió la cámara en el interior de algunas casas para conocer, por ejemplo, cómo cocinan las mujeres, cómo se abastecen de madera para prender los hogares a leña, cómo consiguen el hielo para hervir agua e, incluso, cómo se vive una clase de matemática en un colegio que funciona casi de noche y al que asisten jóvenes y personas mayores. Tanto adentro como afuera la cámara de González parece imperceptible para sus personajes, otro de los méritos de la directora, que no les hace sentir el peso de la imagen. Así logra registrar, sin filtro, cuando los pobladores hablan entre ellos: por ejemplo, el momento en que dos hombres conversan sobre la enfermedad de uno de ellos, o cuando dialogan sobre una severa nevada que afectó la vivienda, o que llegó la nafta al pueblo y que el barrio estuvo sin luz. Se trata de un documental de observación, donde no hay preguntas ni respuestas, mucho menos voz en off, sino descripciones de un mundo ajeno al bicho de ciudad. Al fin del mundo es también un documento valioso de una geografía de difícil acceso. Termina dándole brillo y colores al predominante blanco del paisaje con la concreción del Carnaval de invierno del que participan los vecinos de Tolhuin.
Un Pajarito con vuelo alto Combinando sabiamente lo familiar y lo profesional, el material de archivo y la animación, momentos íntimos y el testimonio de varios colegas, el realizador consigue un retrato bien ajustado de un periodista con más de sesenta años en la profesión. No existe mejor comienzo para un documental sobre el prestigioso periodista Rogelio García Lupo que el que eligió su hijo Santiago García Isler, director de A vuelo de Pajarito. Con imágenes de archivo del suceso que relata, García Lupo confiesa que cuando el Graf Zeppelin volaba por el cielo de Buenos Aires, él tenía tres años y sus padres lo llevaron envuelto en una frazada a la terraza, a las seis de la mañana, para no perderse aquello que ese día era un gran espectáculo para ver en familia. “Fue la primera noticia periodística que tuve en mi vida”, señala con gran precisión García Lupo, dueño de una trayectoria de más de sesenta años en la profesión. Ese es el emotivo comienzo del documental que se sostiene con la calidez del relato del periodista, quien ofrece sus memorias, con una dicción que invita a prestarle atención y a compartir ese viaje cinematográfico y placentero de noventa minutos. A lo largo del documental, Pajarito –como le dicen– cuenta con una memoria envidiable sus momentos más importantes como periodista, después de que desistió de ser abogado: su participación junto a Rodolfo Walsh en la Comisión Investigadora del Congreso de la Nación por el crimen del doctor Marcos Satanowsky, abogado del diario La Razón; el origen de la Agencia de Noticias Prensa Latina, donde se desempeñó un año y medio en La Habana entre 1959 y 1960, es decir, en plena efervescencia de la Revolución Cubana; su trabajo junto a Walsh y Horacio Verbitsky en el semanario CGT de los Argentinos, y su cargo de director de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) desde el gobierno de Héctor Cámpora y hasta la muerte de Juan Domingo Perón. La estructura que diseñó García Isler se sostiene con el testimonio de su padre, no solamente muy cálido sino también atrapante, siempre con una anécdota disponible en su memoria mientras va repasando su trayectoria profesional. Paralelamente, la voz en off del documentalista va guiando el relato y aportando algunos datos que sólo puede brindar por su condición de hijo: que a García Lupo no le gusta el fútbol ni el psicoanálisis, que nunca manejó un auto, ni usó celulares ni computadoras, que tampoco utiliza cajeros automáticos y sólo se maneja con efectivo y que le tiene miedo al ridículo y a las enfermedades. Son datos que otorgan una cuota de intimidad (como cuando se lo ve a García Lupo en la peluquería) pero que, sin embargo, no apartan al cineasta de la distancia necesaria para abordar una de las figuras más importantes del periodismo argentino. Los testimonios de García Lupo se complementan con imágenes de archivo de los sucesos que narra, entrelazados en algunas ocasiones con animaciones que lo muestran como un ser alado que vuela hasta sentarse y ponerse a trabajar en la máquina de escribir. Pero hay otro relato en paralelo que funciona como una trama dentro del documental: una vez García Lupo preguntó qué iba a ser de su gigantesco archivo de noticias gráficas cuando él ya no esté. Y su otro hijo Pablo le dijo que se podía llevar a la calle para los cartoneros. Ahí le nació la necesidad de donar todo a la Biblioteca Nacional. Y, entonces, se lo ve a Pajarito firmando el convenio de donación junto al director de la Biblioteca Nacional, Horacio González. Otro momento lo muestran observando en qué lugar va a quedar su archivo y también se lo observa supervisando el traslado de sus cajas desde su casa a la Biblioteca Nacional, con una rigurosidad propia de un periodista con mucho olfato. Olfato que le permitió descubrir, por ejemplo, los comportamientos de la mafia china a partir de la lectura de avisos clasificados de ciudadanos orientales que extraviaban sus pasaportes. Para completar el documental, el director recurrió a pequeños testimonios de prestigiosos colegas y amigos como Eduardo Galeano, Horacio Verbitsky, Isidoro Gilbert y el recordado Juan Gelman, que le aportan una cuota de conocimiento al espectador. Algo notable en A vuelo de Pajarito es la sutileza con que el realizador logra dosificar la intimidad de su padre con el hombre público que es García Lupo de una manera que no termine siendo simplemente un registro familiar, sino una obra cinematográfica que perdure más allá del tiempo. También es todo un acierto del director haber reunido a García Lupo y Osvaldo Bayer en un encuentro en el que, más allá de los años, demuestran que el verdadero periodismo está vigente y goza de gran vitalidad. Como estas dos eminencias.
Al rescate de una figura histórica Basado en las memorias de Micaela Feldman, que ahora resucita en la voz de Cristina Banegas, el documental de Pochat y Olivera echa luz sobre una militante argentina que llegó a comandar una columna del POUM durante la Guerra Civil Española. ¿Qué tiene que hacer o tener una persona para que se convierta en un símbolo popular o, al menos, en alguien reconocido a nivel histórico? Resulta difícil desentrañar los mecanismos por los cuales esto sucede, pero si hay un caso en el que los engranajes de la maquinaria de la historia fallaron de manera inusitada fue con Mika Etchebéhère, quien tuvo todas las característcas para figurar hasta en los manuales escolares. Sin embargo, eso no sucedió y esta mujer heroica sigue siendo injustamente desconocida en la Argentina, excepto por la imprescindible novela Mika, de la escritora Elsa Osorio, cuya profunda investigación vino a echar luz allí donde había un agujero negro. Ahora, es el cine el que se encarga de retratar la vida de la primera mujer –argentina, ella– que fue capitana de una columna del Ejército Republicano durante la Guerra Civil Española. Y a través del documental Mika, mi guerra de España, de Fito Pochat y Javier Olivera, puede asegurarse que estos directores contribuyen a quitarle aún más el velo a la historia. Micaela Feldman –tal su apellido de soltera– había nacido el 14 de marzo de 1902 en Moisés Ville (Santa Fe) y en su juventud decidió estudiar Odontología en Buenos Aires. En la universidad conoció a Hipólito Etchebéhère, estudiante de Ingeniería. Y juntos militaron por la Reforma Universitaria sobre finales de la primera década del siglo XX. El amor los unió y fueron pareja, pero también los conectaba el deseo por la causa libertaria de los pueblos. Para poner en práctica sus ideas, se afiliaron al Partido Comunista (del que luego fueron expulsados por disidencias) y sensibilizados por la Semana Trágica y, además, debido a la tuberculosis padecida por Hipólito, ambos recalaron en la Patagonia, donde investigaron la masacre contra los obreros. Pero Mika e Hipólito tenían grandes sueños revolucionarios y, como la Argentina no parecía el lugar más propicio para hacerlos realidad, viajaron a Alemania, donde proliferaba un espíritu de lucha a través de las organizaciones obreras. Con el ascenso de Hitler al poder, tuvieron que huir. Previo paso por París, la pareja decidió unirse a la lucha republicana en España y formó parte de una columna del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), al mando de Hipólito, que luego murió en combate. Fue Mika, entonces, quien se encargó de comandar la tropa de esa columna hasta que fue detenida y luego liberada. Tras la caída republicana, se estableció en París. Cuatro décadas después, escribió sus memorias en el libro Mi guerra de España, hasta que murió, el 7 de julio de 1992, a los 90 años. Pochat y Olivera cuentan esta historia basándose en el libro de Mika. La voz en off de la actriz Cristina Banegas les da vida a los relatos de Mika que, por la minuciosidad con que están escritos, dan la impresión de haber sido volcados en el papel al calor de la lucha, aunque no fue así. Pero Banegas no oficia de locutora, sino que utiliza su potencia dramática para crear un personaje histórico con una solidez interpretativa que hace más que amena la narración de los fragmentos del libro. Sus lecturas enlazan correctamente con dos entrevistas realizadas a Mika, una de ellas en España y otra en París (donde vivió hasta su muerte). Allí describe cómo comenzó su militancia y recuerda por qué ella e Hipólito creían que era posible hacer la revolución en Alemania, pese a la fractura posterior de este sueño. Pero por sobre todo, Mika brinda detalles sobre el significado de la Guerra Civil Española y de los días de combate. Esta entrevista es, a la vez, un documento histórico muy valioso, perfectamente concatenado temáticamente con los relatos de Banegas, casi como si no hubiera saltos narrativos. El documental se completa con el testimonio del sobrino de la pareja, Arnold Etchbéhère, quien realiza un viaje siguiendo las huellas de sus ancestros. Un importante material de archivo muestra imágenes y fotografías combinadas con lo que se escucha, formando una relación coherente entre palabra e imagen para retratar la vida de esta mujer que ya con 66 años ayudó a los estudiantes parisienses a levantar barricadas en el Mayo Francés y que en 1976 organizó la primera protesta en Francia contra la dictadura argentina. No es poco, entonces, para merecer un lugar en los anales de la historia.
Una resistencia individual y silenciosa Ubicado sobre la Ruta 1 de Uruguay, a 50 kilómetros de Montevideo, el Penal de Libertad fue la mayor cárcel para presos políticos de toda América latina durante los años ’70. Se trataba de una prisión de alta seguridad y allí eran trasladadas las personas que habían sido aisladas y torturadas. El régimen era muy duro –como en toda dictadura– y los presos pasaban 23 horas diarias en sus celdas y sólo podían tener una visita familiar cada quince días. Allí estuvieron 2872 personas. Actualmente, el Penal de Libertad está destinado a presos comunes. Pero en los tiempos de la dictadura uruguaya, José Pedro Charlo estuvo recluido allí ocho años. Docente, productor y director, Charlo realizó el documental El almanaque, en 2012, donde no cuenta su historia, sino la experiencia de otro preso político, Jorge Tiscornia, al que conoció recién durante la democracia y por una casualidad. Nacido en 1944 en Montevideo, Tiscornia estudió en la Facultad de Arquitectura de Uruguay entre 1964 y 1971. Como miembro del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros fue perseguido por su militancia política y detenido en junio de 1972. Permaneció preso hasta el 10 de marzo de 1985 (4646 días exactamente), ya que con el retorno de la democracia se vació la prisión. Durante su cautiverio, Tiscornia empezó a registrar la vida cotidiana en el Penal. Pero esto no lo había pensado para darle datos a su agrupación política ni para comunicarse con su familia. “El hecho de tener graficado algo me daba a mí un respaldo a todo lo que iba pasando”, dice Tiscornia en el documental. No sabe por qué, pero le salió hacerlo naturalmente. El método elegido consistió en diseñar una suerte de almanaque con un código de signos. Y el registro de Tiscornia incluía detalles que iban desde las modificaciones del reglamento interno, cambios en las rutinas, la muerte de algunos compañeros, e incluso la mención de las películas que proyectaban en el Penal cada dos semanas, entre muchas otras anotaciones. Tiscornia escribía clandestinamente y, para no ser descubierto, fabricaba unos zuecos, los tallaba, y en ese diminuto hueco que realizaba en cada par de calzado guardaba lo escrito cada dos años. Cuando Charlo leyó el libro Vivir en Libertad, escrito por Tiscornia y Walter Phillips-Tréby, entendió recién en ese momento quién era Tiscornia. En la prisión, Charlo sentía un sonido que lo diferenciaba de muchos otros, y que llegaba de un sector donde estaban los presos que los militares consideraban más peligrosos. “Muchos años después supe que ese sonido era producto de una tarea solidaria y clandestina que Jorge realizó durante los doce años que estuvo preso”, cuenta el director. Y ese sonido eran los zuecos que Tiscornia utilizaba al caminar. Usarlos para caminar también servía para disimular lo que tenía escondido dentro del calzado. El almanaque está estructurado sobre la base de la palabra de Tiscornia: a través de una conversación con Charlo, este hombre explica con detalle algunos códigos que tenía el almanaque que diseñaba. Pero desde el punto de vista de la estructura narrativa, no es el típico documental de “cabeza parlante”. La palabra de Tiscornia está acompañada de imágenes que reproducen, a través de una serie de animaciones, esos papeles con escritura codificada que había escrito durante los doce años de su cautiverio. Generalmente a modo charla entre ambos, el documental va descifrando el almanaque de Tiscornia, pero en otras ocasiones es la voz en off de Charlo la encargada de ordenar el relato. Uno de los grandes méritos de El almanaque consiste en la solidez de su arquitectura narrativa. Por momentos, la imagen es tan importante como la palabra y aporta información. Charlo no se quedó únicamente con el testimonio de Tiscornia, sino que buscó elementos estéticos que sirvieron para cimentar el eje de su relato. “La memoria borra más acontecimientos de los que uno se imagina. Para reconstruirla hay que utilizar todos los recursos posibles”, dice Charlo al comienzo. Está hablando de Tiscornia. Pero también vale para entender el método que el cineasta utilizó para contar una historia de resistencia individual y silenciosa.
Documento de la coherencia El documental de Adrián Caetano evita el costado personal del ex presidente, pero lo muestra en toda su trayectoria política. Y lo hace a través de un riguroso material de archivo, aunque no de forma cronológica, sino con saltos temporales para reforzar las ideas. “Venimos desde el sur del mundo..., sabemos adónde vamos y sabemos a dónde no queremos ir o volver.” Esa frase pronunciada por Néstor Kirchner el 25 de mayo de 2003, en su histórico discurso de asunción como presidente de la Nación, significó un punto de partida para el país en su conjunto. Y a juzgar por los hechos, siempre tuvo claro lo que quería para los argentinos porque, más allá de que se pueda coincidir o no con sus políticas, es evidente que su gobierno produjo una enorme transformación en un territorio que venía golpeado por las sucesivas crisis desde el comienzo de la democracia, y que terminaron por eclosionar en diciembre de 2001. El documental NK, de Israel Adrián Caetano, recupera la palabra del ex presidente en toda su dimensión: como militante, como intendente, como gobernador de Santa Cruz, como presidente y como compañero político de Cristina presidenta. La mayor diferencia con Néstor Kirchner, la película, de Paula de Luque, es que Caetano no tuvo en cuenta el aspecto íntimo o privado de la familia presidencial. En ese sentido, el cineasta uruguayo no apela a la emoción del recuerdo de sus seres queridos ni de compañeros que lo conocieron, sino que presenta al hombre público en toda su plenitud, dejando que sean sus propios testimonios los que movilicen al espectador. Y este documento, como le gusta llamar al director a su película, abarca la obra íntegra de uno de los grandes líderes políticos latinoamericanos contemporáneos. NK recorre toda la historia política de Kirchner a través de un riguroso material de archivo audiovisual, que evita los subrayados. Para lograrlo, no utiliza la voz en off ni recurre a entrevistas, sino que se sostiene en discursos y testimonios del ex presidente, o bien de notas periodísticas. Pero NK no es un compendio de discursos de Kirchner: tiene una estructura narrativa que marca el estilo Caetano, y en varias ocasiones el sonido se combina con imágenes de fuerte contenido simbólico. Una de las particularidades es que NK no mantiene un orden cronológico: después de mostrar su asunción como presidente, el film retrocede muchos años y se puede ver a Kirchner recorriendo los barrios de Santa Cruz para interiorizarse de las dificultades de sus habitantes por una fuerte nevada. Ese momento muestra a Kirchner jugando en la nieve con unos niños. Esa postal del político cercano a la gente es la misma que continuaría muchos años después cuando era presidente y se zambullía en el medio de los manifestantes, como deseando devolver el afecto popular y queriendo desdibujar la línea que separa al poder del pueblo. Durante los 107 minutos que dura NK, la narración va y vuelve en el tiempo: de un ateneo político de 1983 –en el que ya por entonces repudiaba con vehemencia a la dictadura militar, testimonio que sirve para contrarrestar a quienes denuestan al kirchnerismo señalando que antes no se ocupaba de los derechos humanos– pasa al acto del 29 de mayo de 2006 con miembros de las Fuerzas Armadas, donde hablaba de reivindicar a “un ejército nacional comprometido con el país y alejado definitivamente del terrorismo de Estado”. De la IV Cumbre de las Américas, celebrada el 4 de noviembre de 2005, el film viaja a la campaña del Frente para la Victoria santacruceño por la gobernación. Del discurso de Kirchner del 20 de septiembre de 2006 en la Asamblea General de la ONU –donde señaló la necesidad de una reforma de la arquitectura financiera internacional, con fuertes críticas al FMI–, el documental luego se sitúa en el anuncio del presidente de Ecuador, Rafael Correa, quien fue el encargado de presentar el 4 de mayo de 2010 a Néstor Kirchner como secretario general de la Unasur. En la segunda parte de NK se ven las medidas más importantes del gobierno de Cristina, y a Néstor Kirchner opinando al respecto y acompañando las políticas: desde el anuncio de la presentación en el Congreso de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual hasta la ley de matrimonio igualitario. Un fragmento importante está destinado al conflicto con las patronales agropecuarias por las retenciones móviles, que es uno de esos momentos en que el documental alcanza una gran intensidad. Mientras se ven camiones tirando litros y litros de leche, se escucha el testimonio de uno de los miembros de la Mesa de Enlace, señalando que “ser ruralista es ser parte del pueblo”. “Tenemos que tener amor por la Patria y parece que muchos no están convencidos y quieren reemplazar la bandera nacional por un sucio trapo rojo”, dice. Y los litros de leche, mientras tanto, se siguen derramando y, por momentos, inundan casi literalmente la pantalla. Caetano no dudó en incorporar un testimonio de Kirchner de 1989 que mencionaba algunos logros de la gestión presidencial de Carlos Menem, pero queda claro también, a través de sus propios testimonios, que la visión que Kirchner tenía del país dejó de coincidir en su totalidad con la del ex gobernador de La Rioja. En ese sentido, darse cuenta de que algo que parecía bueno no era ni remotamente lo más adecuado para el país y saber cambiar a tiempo y dejar de coincidir, también es tener coherencia. Y ésa es la sensación que queda flotando al ver el documental de Caetano: más allá de los amores y odios que despertó, Néstor Kirchner no dejó sus convicciones en la puerta de entrada de la Casa Rosada. Y el film funciona como un testigo de esa histórica decisión.
El debate que siempre espera Sin caer en convencionalismos ni miradas rígidas, la documentalista argentina pone su experiencia al servicio de un film que retrata varias miradas diferentes sobre el aborto y que intenta terminar con lugares comunes y prejuicios sobre un tema urgente. El comienzo define claramente una toma de posición: “Soy una mujer que decidió decidir sobre su propio cuerpo, soy cineasta, soy la directora de este documental y yo aborté”. Las palabras corresponden a Carolina Reynoso, graduada en la escuela de cine Cievyc y comunicadora social que se propuso realizar el film Yo aborto. Tú abortas. Todxs callamos, en el que siete mujeres (incluyendo a la propia realizadora) cuentan a cámara sus experiencias de haber tenido que realizar un aborto clandestino. Claramente a favor del derecho de las mujeres a decidir la interrupción voluntaria de su embarazo, el documental de Reynoso plantea la necesidad de abrir el debate a nivel público, y parece ser que en la construcción de este largometraje la cineasta encontró una manera de militar por una causa que considera justa. Por eso pone el cuerpo. En la estructura de siete casos testimonian mujeres de distintos niveles socioculturales y con vidas muy diferentes: una ex diputada, una fotógrafa boliviana residente en Buenos Aires, una murguera y ama de casa, una referente de la comunidad originaria mapuche y una madre y una hija, ambas psicólogas de generaciones distintas y pensamientos similares. Uno de los logros de Reynoso es la intimidad que construye, otorgando la confianza necesaria para que sus protagonistas cuenten momentos decisivos en sus vidas. Esa intimidad que adquieren los encuentros se logra plenamente porque cada entrevista está lejos de ser un interrogatorio cerrado y distante, y más bien Reynoso establece un diálogo de igual a igual con cada una de ellas (incluyendo a veces parte de sus propias experiencias), decisión que les permite exponer frente a cámara vivencias muy personales. El film se propone derribar ciertos mitos en cuanto a la práctica del aborto. Para lograrlo, antes de cada testimonio, en un pizarrón imaginario una tiza escribe el mito que se derribará con cada relato. Algunos de éstos son: “Las mujeres que abortan son irresponsables y egoístas”; “Penalizar el aborto sirve para eliminar su práctica”; “La educación sexual incrementa los embarazos no deseados y los abortos”; “Todas las mujeres que abortan son solteras”. Cada experiencia individual derriba estos mitos que, en realidad, más que mitos son prejuicios que no hacen otra cosa que cargar de culpa a las mujeres que deciden interrumpir voluntariamente su embarazo y estigmatizarlas ante una sociedad que muchas veces mira para otro lado a la hora de discutir el tema de la despenalización y legalización del aborto. Si cada experiencia personal ahonda en una determinada problemática, el documental luego se abre a lo colectivo, al otorgarles la palabra a referentes de organizaciones que buscan generar contención y ayuda concreta a partir de la información. Algunos de esos ejemplos son la agrupación La Capitana que realiza consejerías de aborto popular en zonas socialmente vulnerables (uno de los tópicos del documental es la dificultad de las mujeres pobres que no están en igualdad de condiciones a la hora de acceder a la educación y la información). Otro ejemplo de organización es Varones Antipatriarcales, cuyos integrantes se proponen derribar el mito de que “el aborto es cuestión de mujeres”. Los miembros de esta asociación, que funciona en La Plata, hacen hincapié en que en cada aborto hay un hombre involucrado. También hablan referentes de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito que surgió en 2005, cuyo lema es: “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”. Actualmente tiene representantes en diecisiete provincias. El documental de Reynoso va de lo particular a lo general, como queriendo demostrar que hay condiciones sociales y políticas que pueden favorecer un contexto mejor que el actual, donde la mujer pueda decidir libremente y con acceso a la información. Es un ejercicio más periodístico que cinematográfico, pero este señalamiento no va en desmedro del trabajo de Reynoso que ofrece un amplio abanico temático para entender una problemática sumamente importante, no resuelta y que involucra nada menos que a unas 500 mil mujeres cada año en la Argentina.
El horror contado por sus víctimas La película, de fuerte impacto emocional, recoge el relato de sobrevivientes de nueve centros clandestinos de detención, familiares y testigos. Los testimonios se contraponen con discursos de los represores y de sus apologistas. ¿Se puede representar el horror? El gran cineasta francés Claude Lanzmann, director de la monumental Shoah, siempre creyó que no. Por eso concibió la mayor obra cinematográfica sobre el Holocausto como un relato testimonial sin acompañamiento musical, voz en off ni imágenes de archivo. La pregunta puede efectuarse nuevamente si se analiza otro genocidio; en este caso, el perpetrado por la última dictadura militar argentina 1976-1983, porque, se sabe, la forma en que estos criminales actuaron tiene similitudes con los métodos empleados por los nazis contra los judíos. Y al ver Dixit, documental de Carlos Eduardo Martínez y Alcides Chiesa, queda claro que la fórmula empleada por ambos cineastas para darle estructura a su largometraje de más de dos horas de duración es la de la “cabeza parlante”, porque el corazón de su película radica en el relato testimonial de sobrevivientes de nueve centros clandestinos de detención (CCD), familiares y testigos. Y la fuerza y sobre todo la crudeza que tienen esos relatos permiten que hablen por sí mismos. De ahí, el título elegido. Aunque Chiesa y Martínez –que tampoco utilizaron la voz en off– no se privaron del acompañamiento musical ni de muy pequeñas –casi ínfimas– representaciones. Y también utilizaron material de archivo. Dixit es un documento fílmico tan necesario como doloroso. Imagen: Daniel Garcia / AFP. La dupla planeó hacer un mapeo de lo sucedido en los campos de concentración argentinos, algunos de los cuales son conocidos por la gran mayoría, como la ESMA, La Perla o El Vesubio. Pero otros, al menos, no fueron tan conocidos. Tal es el caso del CCD que funcionó en el Hospital Posadas o el que se montó en la planta de General Pacheco de la Ford. Así es como se escucha al doctor Carlos Apesteguía contar que, a los cuatro días del golpe, llegó un batallón del Ejército al mando del general Reynaldo Bignone y “tomó este hospital como si fuera una plaza militar”. En ese lugar donde se salvan vidas, también se secuestró, se torturó y desaparecieron personas. No menos revelador resulta el testimonio de los ex delegados de la Ford Pedro Troiani y Carlos Propato, cuando recuerdan que con el ingreso del Ejército al interior de la planta automotriz parecía “que se venía una guerra dentro de la fábrica”, por la dimensión de los operativos de secuestros. Ambos brindan detalles minuciosos de cómo actuaban los represores contra los empleados. Hay otros casos de sobrevivientes de CCD. Por ejemplo, Susana Reyes, que estuvo en El Vesubio, cuenta que junto a su pareja, Osvaldo, esperaban con ansias un bebé y cuando se enteraron de que ella estaba embarazada y estaban brindando por la noticia, un grupo de tareas irrumpió en la casa. Reyes relata cómo vivían las mujeres embarazadas en El Vesubio. Y también recuerda cuando le mostró su panza a Osvaldo y “ése fue su contacto con su hijo”. Si algunos testimonios son de fuerte impacto emocional, otros estremecen y producen escalofríos. Tal es el caso del relato de Toto López, sobreviviente de La Perla (Córdoba), cuando explica que los gendarmes comían pollo los domingos y los detenidos, muertos de hambre, buscaban los restos de comida dentro de la basura, mezclados con papel higiénico con materia fecal y algodones con sangre de menstruación de mujeres. Los relatos de los sobrevivientes, familiares y testigos se contraponen con fragmentos de discursos de los genocidas y de sus apologistas tanto desde el campo del periodismo como desde la Iglesia Católica. Pero queda claro que este ejercicio tiene como objetivo poner en evidencia las barbaridades del régimen no sólo desde su accionar, sino también de su modo de comunicar. Así se lo puede escuchar a monseñor Bonamín, provicario castrense durante esa época, decir: “Cuando se olvidan los deberes de conciencia hay que multiplicar los medios de represión”. Dixit es un documental difícil de digerir. No es tarea sencilla ver más de dos horas de testimonios de sufrimientos y, a la vez, de discursos de los perversos que orquestaron el genocidio en el país, defendidos impunemente por sus apologistas. En ese sentido, el espectador tiene que estar preparado para escuchar vivencias extremadamente dolorosas –algunos entrevistados lloran frente a cámara–, pero que trazan un panorama de cómo miles de personas lucharon frente a la adversidad en el momento más nefasto de la Argentina. Y, en ese sentido, hay que apreciarlo como un trabajo necesario porque rescata el valor de aquellos que pudieron sobrevivir al terrorismo de Estado, que padecieron en carne propia. Y también es necesario para que, a 37 años del golpe, todo eso que relatan sobrevivientes, familiares y testigos no suceda Nunca Más.
Resabios de “la conquista del desierto” Ganador del concurso Telefilms Bicentenario El camino de los héroes, el documental de Angueira y Glass recupera a un personaje deliberadamente olvidado en la historia oficial, el cacique Modesto Inacayal, humillado aun después de muerto. El cacique Modesto Inacayal fue uno de los últimos líderes de los pueblos originarios patagónicos en resistir la autodenominada Conquista del Desierto que, como se sabe, no fue otra cosa que un genocidio contra los indígenas impulsado por el general Julio Argentino Roca. Una vez apresado junto a miembros de su comunidad, Inacayal sufrió varios traslados y terminó siendo confinado a la isla Martín García, donde padeció –al igual que sus hombres– torturas y humillaciones. De allí lo rescató el perito Francisco Moreno, que lo había conocido en uno de sus viajes al sur, y pidió que lo llevaran, junto a su familia (eran más o menos veinte integrantes) al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, que Moreno dirigía. Pero ese “rescate” fue un eufemismo, porque una vez instalada en el museo, la familia fue obligada a trabajar en distintas áreas (desde la construcción a la limpieza), y sus miembros comenzaron a ser motivo de estudios antropológicos, mientras sus fotografías eran exhibidas como si se trataran de objetos antes que personas. Y algo peor aun: a medida que los integrantes de la familia de Inacayal iban muriendo, sus cuerpos eran descarnados y sus esqueletos eran exhibidos en las vitrinas del museo. De modo que el cacique “convivió” muchos años con los restos de sus familiares. Esta es la historia que cuenta Inacayal, la negación de nuestra identidad, documental de Myriam Angueira y Guillermo Glass, quienes eligieron el modelo “cabeza parlante” para contar la historia de este líder originario. El film tiene dos líneas de relato. Por un lado, el historiador Osvaldo Bayer y un grupo de investigadores cuentan los aspectos más oscuros de la versión oficial, que también implicó silencio. Esta es la parte más didáctica de Inacayal ya que los intelectuales reflexionan de un modo accesible para cualquier estudiante secundario que no conoce esta historia. La otra línea del relato queda en boca de la comunidad tehuelche mapuche a la que pertenecía el cacique retratado. Los descendientes denuncian las injusticias padecidas en el pasado pero, a la vez, sus voces sirven como un llamado de atención hacia el presente. Preso primero en la isla Martín García, Inacayal luego fue “expuesto” en el Museo de La Plata. El film alcanza su pico de mayor intensidad cuando entran en escena integrantes del Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social de la Universidad de La Plata (Guias), quienes relatan la manipulación que hubo con el cuerpo de Inacayal, cuando en 1994 se procedió a trasladar sus restos desde el Museo de Ciencias Naturales de La Plata a la ciudad de Tecka, Chubut. Según una ley nacional, los restos de aborígenes que formen parte de museos y/o colecciones deben ser puestos a disposición de los pueblos indígenas y/o comunidades de pertenencia que los reclamen. Sin embargo, Guias descubrió en 2006 que el cerebro y el cuero cabelludo del cacique permanecían en el museo; de modo que la restitución no sólo fue incompleta, sino también ilegal. Este hecho no hace otra cosa que demostrar que, aun sin vida, los miembros de los pueblos originarios fueron tratados como objetos. Como contracara del buen trabajo recogido en los testimonios, los relatos de los investigadores con los de las comunidades originarias no están del todo sólidamente entrelazados, como si se tratara de dos películas que van en paralelo. Por otra parte, Inacayal, ganador del concurso Telefilms Biecentenario El camino de los héroes, debe ser visto como una producción más televisiva que cinematográfica. Aun con estas observaciones, el trabajo emprendido por Angueira y Glass es sumamente valioso en la medida en que cuenta una historia que no figura en los manuales escolares. Y, en ese sentido, le quita el velo de oscuridad que encerraba la historia del cacique Inacayal, proponiendo, en cambio, la recuperación de la memoria histórica, ubicando a este héroe olvidado en el lugar donde siempre debió estar: el de la dignidad frente al avasallamiento de su identidad originaria.