Sobre legados y transformaciones
El Rey del Once -2015- se relaciona dialécticamente con El abrazo partido -2004-, aquella recordada historia de padre e hijo en el barrio del Once, desde la mirada de Daniel Burman. También como en aquella ocasión, se estrena en Berlín, donde obtuvo el premio mayor, incluido el de actor para el uruguayo Daniel Hendler, que en esta oportunidad tampoco aparece en los planes del realizador, con el debut inmejorable de Alan Sabbagh.
En una entrevista reciente al diario Página 12, el director Daniel Burman dijo que hay un momento como el que atravesaba donde se había aburrido bastante de su cine y dudaba entre dejar de hacerlo o empezar otra vez, porque sentía haber perdido esa pulsión infantil de querer contar historias y que otro las escuche. Por eso, más allá de las disquisiciones cabalísticas el número 10 es significativo para El Rey del Once: es el décimo opus del realizador argentino y además es uno de los elementos simbólicos que atraviesan el universo de esta película honesta, vital, que vuelve a lo mejor del cine de Daniel Burman, pero con el plus de madurez, no sólo como director sino en su calidad de artista que deja que la realidad impregne sus películas sin forzar a la realidad.
Es la mirada del extranjero, de aquel que vuelve al barrio y al origen, la que marca el rumbo de El Rey del Once. No sólo la mirada de un hijo con cuentas pendientes desde la infancia por la ausencia de un padre, Usher –Usher-, líder y a cargo de una extraña fundación para cubrir las carencias de aquellos miembros de la comunidad en situación desventajosa ante los avatares económicos, pero con la destreza de un hábil negociador y el mando férreo de un capitán de un barco que siempre parece al borde del hundimiento.
Ariel –Alan Sabbagh- regresa al caos, y su derrotero comienza una vez que pisa ezeiza, un teléfono del que sólo se escuchan mandatos paternos en la ambigua relación de hijo y mano derecha forzada del omnipresente Usher. No es antojadizo el recurso del fuera de campo porque Burman no hace otra cosa que resignificar la presencia a partir de la ausencia y ese ése uno de los ejes por el que transita esta película.
El otro que se conecta es el del legado, no manejado desde un lugar culpógeno sino como parte de la pertenencia a una familia, grupo o comunidad. El despojo del didactismo es una característica positiva en base a la poca explicación de las costumbres de la comunidad judía ortodoxa de Once y mucho más cuando se trata de los rituales religiosos, porque quien es testigo de ese proceso no necesita explicaciones o no las busca sino que se deja llevar por la necesidad de recuperar aquello que alguna vez le pertenecía.
El punto de vista de Ariel es el del espectador; el desconcierto mental de Ariel es el del espectador y Burman respeta la premisa a sabiendas del riesgo de que gran parte del público quede afuera del convite cuando se trata de especificaciones culturales, pero la idea sobrepasa la intención, porque la experiencia del protagonista va de adentro hacia afuera y no al revés.
Hay caos y orden controlado, El Rey del Once es un mundo donde el azar parece una regla excepcional. La cámara encuentra un lugar privilegiado cuando se multiplica en sentidos, porque la puesta en escena es funcional desde el punto de vista narrativo. Salir a la calle en pleno tránsito, seguir a Ariel entre la multitud como uno más es el mayor logro y marca la cuota de coherencia para no transformar el relato en una alegoría chata o un cuento moral. Cada personaje exhibe su contradicción, su misterio y mucho más si se trata de Eva, interpretada por Julieta Zylberberg, personaje que actúa como resonancia de todo aquello que moviliza a Ariel sin dejar de mencionar la carencia de habla como parte de un voto de silencio.
Nuevamente el silencio refrenda el valor de la palabra, así como la ausencia el valor de la presencia, y en ese círculo virtuoso Daniel Burman regresa a su barrio con la mirada revitalizante, observa a su comunidad desde otro espacio y recupera su mayor virtud: La pulsión infantil de contar historias.