A Ariel (Alan Sabbagh), el personaje principal de “El rey del once” (Argentina, 2016) de Daniel Burman, la vida lo castiga por el solo hecho de ser el hijo de una de las personas que más ayuda a los demás.
Así, en el arranque de la película, y a punto de embarcarse hacia Argentina desde Nueva York, un llamado desconcertante de Usher, su padre, le termina generando un conflicto con su mujer (Elisa Carricajo) al no poder despedirse de ella.
La cámara frenética y nerviosa de Burman lo acompaña durante unos minutos por zapaterías y negocios buscando unas zapatillas número 46 con velcro para uno de los tantos asistidos por la fundación que en el Once profundo su padre dirige diariamente.
Esa fundación, que existe en la vida real, es manejada por un batallón de personas que le ofrecen a los más necesitados las cosas que les permitirían continuar con dignidad sus rutinas, y si para Usher un par de zapatillas pueden ser el determinante de la felicidad, para Ariel el pedido debe ser cumplido.
Claramente, como en películas anteriores del director, el pedido es cumplido pero con una variante, punto de partida para que el universo Usher, con sus asistentes y particularidades, sea presentado en una de las más logradas películas de Burman.
“El rey del Once” bucea en la cotidianeidad del Ariel recién llegado al país y su adaptación, en apariencia momentánea, al mundo Usher. Si el regreso lo moviliza, y claro que lo hace, Ariel recordará aquellas tardes comiendo galletitas de leche con dulce de leche o cuando su padre, con energía, planchaba la escarapela para el acto de jura de la bandera.
Burman relata anécdotas que van construyendo el escenario para que Ariel se mueva y termine por conocer al resto de los personajes, siendo Eva (Julieta Zylberberg), una judía ortodoxa practicante, aquella que lo guiará sin emitir siquiera una palabra por su vida al recién llegar.
Hay una mirada puesta sobre el otro y sobre el “hacer el bien” sin pensar en un fin ulterior que realzan la propuesta de Burman, razón por la cual la película termina convirtiéndose en un fresco urbano de uno de los barrios más comerciales de la ciudad y también uno de los más pintorescos.
Ariel comienza a ser envuelto por Usher en una serie de tareas que van siendo absorbidas por naturalidad, y si él lo acepta, es porque en el fondo sabe que pese a contar con una propuesta laboral inmejorable en el exterior, en donde se encarga de las finanzas de una empresa, en la informalidad de la economía de la Fundación y las negociaciones para que puedan contar con un trozo de carne los más necesitados, es en donde su ser más productivo se siente.
El trabajo narrativo que Burman realiza con la voz en off, además, otorga un misterio sobre la mujer de Ariel y sobre Usher que posibilitan que la progresión sea necesaria para poder develar los rostros de los poseedores de esos timbres vocales.
Y cuando la revelación llega, ya no nos importa nada y sólo queremos que Ariel y Eva, tan contenidos, puedan finalmente descubrir su amor en un Once que se aleja al que conocemos y nos muestra una cara solidaria del lugar tan atípica para la zona.
La contención de Sabbagh y la gestualidad de Zylberberg, además, otorgan una solidez única al relato, en este regreso al Once de Burman y también el retorno a su crónica urbana, aquella que inició hace tiempo con “El abrazo partido”.