El hiperrealismo mata a la animación
Es imposible no extasiarse ante tamaño prodigio técnico. Pero cuando el ojo se acostumbra, el efecto embriagador se apaga.
Debería suceder una hecatombe bíblica en los próximos cuatro meses y medio para que 2019 no sea recordado como el "año Disney”. El estudio de Mickey atraviesa una temporada de ensueño colocando, como nunca antes, sus productos al tope de las taquillas de todo el mundo. En la Argentina, sin ir más lejos, las únicas seis películas que superaron el millón de espectadores en que va del año tienen la imagen del castillo al inicio de sus créditos. Entre ellas está Toy Story 4, que desde el sábado es el título más visto en la historia del país y al cierre de esta nota se aprontaba a superar las 5,5 millones de entradas. A ese (cada año más) selecto grupo de millonarias se sumará El rey León, uno de los platos fuertes de las vacaciones de invierno.
Tan fuerte en su alcance comercial como poco novedoso en su estructura dramática, en tanto esta nueva versión es, con excepción de un par de escenas agregadas, un calco de la original: como en la remake de Psicosis a cargo de Gus Van Sant, aquí están los mismos diálogos, los mismos planos, las mismas situaciones. La diferencia es que si la anterior se había hecho a puro lápiz y papel, ésta apuesta por un registro que vuelve imposible disociar si lo que se ve es una animación o la captura de una cámara.
Los primeros minutos de El rey Leóndejan la mandíbula por el piso. Pero no por lo que se cuenta. El contenido, como se dijo, transita las mismas postas que la versión de 1994: la presentación pública de Simba, heredero del trono que ocupa el Rey Mufasa; la muerte de éste durante una estampida de ñus orquestada por su tío Scar (quizá el villano más detestable de toda la historia de Disney); la partida del hijo atravesado por la culpa; el encuentro con la suricata Timón y el jabalí Pumba (quienes aquí tienen un protagonismo mayor y están deliberadamente volcados a la comedia verbal); el "Hakuna matata" cantado en una secuencia de montaje que ilustra el paso a la adultez de Simba; su regreso postrero para vengar a su padre. El asombro proviene de un hiperrealismo elevado a su máxima expresión, como si todas las películas de animación digital previas hubieran sido una práctica depuratoria para llegar a lo que se llegó ahora.
¿A qué se llegó? A texturas definidas hasta en sus detalles infinitesimales, a animales que mueven todos y cada uno de sus pelos y músculos cuando caminan, a escenarios que tranquilamente podrían ser naturales, a ríos que replican a la perfección el fluir del agua. Es imposible no extasiarse ante tamaño prodigio técnico. Pero cuando el ojo se acostumbra, el efecto embriagador se apaga. La película, entonces, está obligada a ir más más allá de su carácter de ejercicio estético. Acá empiezan los problemas: todo bien con el hiperrealismo, pero ya hay cientos, miles de documentales que retratan la dinámica de la fauna de la sabana africana. Y El rey León no es un documental de National Geographic. O al menos no debería serlo.
El cine de animación siempre apeló al expresionismo para puntuar los diferentes estadios del relato y las emociones de sus personajes. Aquí, en cambio, todo lo falible de ser mostrado debe apegarse a las coordenadas de lo real. Y nada más alejado de “lo real” que un león hablando con un jabalí, o un grupo de hienas rosqueando para cogobernar el reino junto a Scar.
Hay una distancia insalvable entre contenido y forma, entre la suspensión de incredulidad que requiere el primero y el apego a lo fotográfico de la segunda, que convierte a El rey León en una película vívida pero gélida, simpática aunque carente de corazón y, lo peor, con poca, muy poca capacidad de empatía.