Regreso a las Tierras del Reino.
El ejercicio de equidistancia al que se está adhiriendo Disney durante los últimos años no se corresponde con la propia naturaleza de los proyectos por los cuales quiere repetir ciclos. Los live-action de la compañía nacían hace ya más de cinco años como un intento de actualizar los clásicos animados sin perder la esencia; siendo más fieles o más creativos, pero siempre atados al material en cuestión. Cuando se alejaban de esa condición –Maléfica– generaban un reparto de satisfacciones injusto, y cuando acudían al homenaje conservador –La bella y la bestia– también recibían oleadas de inconformismo. ¿Dónde se queda El Rey León?
Jon Favreau ya saboreó la gloria con El libro de la selva, y tenía claro desde un principio cuál sería su enfoque a seguir para revivir la sabana. El objetivo de esta nueva adaptación no pasaba tanto por añadir una plusvalía creativa al cuento original, como sí aprovechar los avances tecnológicos con el propósito de perfeccionar su propia receta dentro del paraguas de la compañía. Y es eso precisamente lo que nos encontramos en el regreso a las Tierras del Reino; una cinta carente de ambición en lo narrativo, pero astuta y perfeccionista en lo visual. Este coste de elección queda cubierto por otro lado por un pastiche de nostalgia mucho más denso de lo habitual.
Hace unas pocas semanas Guy Ritchie daba un salto al vacío modificando de forma importante la historia original de Aladdín, y lo hacía sin perder el referente emocional de la audiencia. Favreau busca el mismo efecto, pero lo anhela de forma más intensa. Todo lo que recordamos del clásico de 1994 se encuentra ahí, en algunos casos hasta con planos idénticos y conversaciones calcadas y expuestas para humedecer la memoria del espectador. Ahora bien, este Rey León no genera las mismas sensaciones.
Aunque el contenido es prácticamente idéntico, la forma en la que está presentado difiere notablemente. El guion de Jeff Nathanson está condicionado hasta el extremo por una de las decisiones más comprometedoras de toda la producción; el realismo. Una condición, en este caso artística, que diluye en gran medida gran parte de los momentos climáticos de la cinta de animación, sustituyéndolos por un tono documental que no termina de cuajar bien. No lo hace ni con el dramatismo que el cuento destila en la muerte de Mufasa o el ascenso al poder de Scar, ni con las actuaciones del casting.
En nuestro caso pudimos ver la película en versión original, pudiendo disfrutar de uno de los trabajos interpretativos de voz más espectaculares de los últimos años. Empezando por John Oliver con el grajeo estridente de Zazú, y siguiendo por el registro satánico que alcanza Chiwetel Ejiofor como Scar. Todos y cada uno de ellos logran fundirse con la esencia de su personaje, aportando texturas novedosas pero respetuosas con las actuaciones originales. Y en ese sentido, aunque la presencia de Beyoncé como Nala es imponente -y su aportación musical lo es más-, son Billy Eichner y Seth Rogen quienes más brillan encarnando a los inolvidables Timón y Pumba.
La pareja protagoniza algunos de los momentos más inteligentes y graciosos a nivel narrativo. Y sí, a pesar de la vitalidad que transpira Simba en su juventud, son la suricata y el facóquero los que insuflan más carisma y ritmo a la trama principal. Su “Hakuna Matata” logra diluir el tono oscuro que deja la muerte de Mufasa, y encamina la cinta hacia su segundo acto vitaminada de energía positiva. Desde ahí Favreau va dejando caer todo con elegancia y suavidad, apoyándose en los temas más reconocibles de la película animada -electrizante “Es la noche del amor”- en un carrusel de emociones que no deja de crecer empujado por el tren de la nostalgia.
Y a pesar de todo ello, El Rey León no deja de ser una película imperfecta. Ciertas escenas son despachadas con demasiada celeridad, perdiendo en el proceso el tempo y el peso que ostentaban en el clásico. La ausencia de algunos temas empañan de forma intermitente la inmersión, y la variación en determinadas letras aportan frescura pero entorpecen el intimismo que pretende Favreau para con el fan. Es en realidad el material original -con sus referentes y sus personajes- el que hace de este live-action una de las adaptaciones más efectivas de la historia de Disney. ¿Qué aporta entonces al imaginario establecido hace 25 años? Absolutamente nada.
El estudio intenta con acierto pero con timidez implantar cierto perfume feminista dándole más peso a Nala y Sarabi en la rebelión contra Scar, pero termina dejando que la cinta se asiente en espacios más conocidos y seguros. Esta era una cinta que debía cocinarse sola, y efectivamente lo hace.
El Ciclo de la Vida se repite una vez más dando a luz a un producto de marketing perfectamente medido que enamora sin esfuerzo. Que se disfruta recordando, y que demuestra más de dos décadas después, el poder de una historia capaz de brillar por encima de ornamentos innecesarios.