A medida que se suceden los estrenos la pregunta rebota con más insistencia: ¿para qué repetir las mismas historias con otra genética visual? La respuesta abruma por lo ruin y obvia: por un cálculo de marketing que absorbe a dos generaciones. A través de un conductismo nostálgico se borra la asimetría entre el adulto y el niño.
Habría que pensar el live actioncomo un período histórico del cine, parasitario tanto de la animación como de avances tecnológicos que permiten darle estatuto “real” a cualquier cosa. ¿Pero cuánto tiempo le queda al fenómeno? O planteado en otros términos: ¿cuántas películas animadas restan en el depósito de Disney? Se acerca Mulán, se prepara La Sirenita, parece inevitable El Jorobado de Notre Dame, quizás Hércules. Y listo: el furor animado de la década de 1990 se clausura con la llegada deDinosaurio en el año 2000.
La remake de El Rey León tiene puntos en común con esa obra bisagra: sobre la concreción de un paisaje se insertan seres digitales. Camuflaje total o supresión exitosa de la ambigüedad. No obstante, en el primer caso unas especies extintas volvían a habitar el planeta tierra gracias al prodigio del CGI; en ese entonces el germen tecnológico iba de la mano con el concepto: posibilitar lo estrictamente imposible. En El Rey León 2019, la técnica de realidad auténtica yuxtapuesta a otra fingida parece disimular la impotencia de amaestrar a la sabana africana.
Los primeros minutos de película producen algo inesperado, una demolición emocional. No por la melodía de El ciclo sin fin, sino por la destreza de recrear la peregrinación de los animales como si fuese un documental de National Geographic. Es el único momento auténtico de Jon Favreau: encuadra buscando una belleza descriptiva, la mímesis de los animales entra en un orden poético que inmediatamente se astilla al enfrentarse con un guión pensado para personajes bisimensionales. El Simba del 1994 es una caricatura como Belle y Aladdín, y una caricatura lo sigue siendo represente a un humano o no: basta que sea funcional al mundo alegórico para el que fue creado.
Escuchar las líneas de 1994 en boca de un león o de un jabalí sin que jamás pierdan su carácter de león o jabalí es contraproducente para lograr determinada empatía. La naturaleza seca y potente que desea Favreau es indiferente ante la floritura shakespereana. Las peripecias de los personajes no conectan con sus texturas, los estados emocionales no se impregnan en las facciones. El pelícano Zazu es un ejemplo clave: su neurosis se desprende de sus parlamentos pero jamás de su forma visual.
¿Era posible narrar la historia de El Rey León con la austeridad de un documental? Permitir que los animales sientan como animales y evitar este absurdo antropomórfico. ¿O si en lugar de copiar y pegar el clásico animado se hubiese buscado una reinvención narrativa acorde al hiperrealismo? Un Rey León tan descarnado como el entorno en el que fue filmado. Resulta curioso que no veamos ni una gota de sangre y que se omitan los genitales de los animales machos, buscando una calificación ATP discordante con la ferocidad pictórica.
Ya existe una versión para todo público de esta historia y es una obra maestra, hagan que al menos estas remakes atraigan por su herejía.