La ley de la selva
Al igual que La Bella y la Bestia (The Beauty and the Beast, 1991) y Aladdin (1992), el estreno de El Rey León (The Lion King, 1994) marcó una nueva era en la animación de Disney hace ya veinticinco años. La nueva estética combinaba canciones de músicos consagrados y voces de un elenco de grandes actores con las nuevas técnicas de animación para crear films para toda la familia con la mirada puesta en el entretenimiento de los niños. Estas películas infantiles lograron imponer su visión del mundo y sus ideas sobre una generación que disfrutó de estos productos, abrazó sus canciones, se lanzó a consumir la mercadería oficial y que aún recuerda con cariño las escenas, las historias y los personajes. Hasta ahora las nuevas versiones en live action de estos entrañables films animados han sido una decepción en mayor o menor medida, y desgraciadamente la nueva versión de El Rey León (The Lion King, 2019), de Jon Favreau, un director acostumbrado a repetir esquemas y conocido por haber dirigido las dos primeras entregas en Iron Man, no es la excepción.
En esta nueva apuesta que repite la historia del film original de Roger Allers y Rob Minkoff prácticamente escena por escena y cuadro por cuadro, cambiando las voces y destruyendo las canciones originales, especialmente los temas compuestos e interpretados por Elton John, Mufasa (James Earl Jones), un fornido león, reina con aquiescencia y ecuanimidad sobre la sabana africana acorde a las tradiciones de la tribu de animales que protege, pero su hermano, Scar (Chiwetel Ejiofor), planea su muerte para apoderarse del reino y desatar la ley de la selva sobre el próspero territorio. Para ello debe eliminar también a su hijo y heredero, Simba (J.D. McCrary y Donald Glover), un pequeño cachorro de león que intenta seguir los pasos de su respetado y admirado padre con la ayuda de las hienas.
Más allá de que las nuevas voces fallan estrepitosamente en encarnar a los personajes, lo que lleva al espectador a extrañar a Matthew Broderick, Jeremy Irons, Rowan Atkinson, Moira Kelly y Whoopi Goldberg, y de que las nuevas canciones descuartizan a las composiciones originales para crear híbridos sin vida ni emoción, en la versión de live action de El Rey León realmente hay un inexplicable intento deliberado por parte de todos los que tuvieron algún grado de decisión en la producción del film de malograr lo escrito por Irene Mecchi, Jonathan Roberts y Linda Woolverton hace veinticinco años. Una de las cuestiones que más salta a la vista es la intención de evitar cualquier cuestión traumática en una historia en la que el componente traumático es parte de su núcleo narrativo. Para cualquiera que haya visto el film original esta versión tiene una sensación más edulcorada y pasteurizada para un consumo inocuo, relativizando el discurso moral y llevando a cada uno de los problemas narrativos hacia el desastre.
Ni el guionista Jeff Nathanson ni Favreau le agregan absolutamente nada positivo al film original, pero desde todo punto de vista en varios campos le restan, empezando por el aggiornamiento de los diálogos y la mala adaptación a la falsa idiosincrasia actual que no es tal ni en Estados Unidos ni en ninguna parte, salvo tal vez en algún reducto adinerado de Los Ángeles, y siguiendo por los pequeños cambios tendientes a no hacer sufrir a nadie, todas cuestiones que le restan emotividad a la nueva propuesta. Incluso Hans Zimmer parece una sombra de sí mismo en esta adaptación en la que la música pasa sin pena ni gloria. El único acierto es el perfeccionamiento de la tecnología de live action que realmente está muy lograda y es creíble en la mayoría de las escenas, al igual que la fotografía, rubro en que se destaca el veterano Caleb Deschanel. James Earl Jones repite la voz de Mufasa, pero le pesan sus ochenta y ocho años aunque mantiene el mejor registro y compone al mejor personaje, logrando atrapar en solitario con su presencia vocal.
En lugar de crear nuevas historias Disney demuestra una vez más un espíritu realmente anquilosado, falto de ideas, preso de los departamentos de mercadotecnia, que cercenan las posibilidades creativas y en lugar de celebrar la diversidad terminan realizando una apología de la homogeneidad. El Rey León es así otra prueba de que apostar conservadoramente no siempre es la mejor opción en lo que al cine y el arte respecta, y la creatividad cada vez le es más esquiva a la industria cinematográfica de las grandes corporaciones que celebra aquí su propia decadencia.