Domesticar lo salvaje
Javier Porta Fouz escribía en el 2016 “Jon Favreau nunca hizo una película floja –Made, Elf, Zathura, Iron Man 1 y 2, Cowboys & Aliens, Chef– y era muy poco probable que su carrera tuviera su primer bajón justo con El libro de la selva”. Efectivamente, esa gran adaptación de la novela de Kipling mostraba de forma armoniosa todos los condimentos del relato de aventura. Los avances tecnológicos estaban dispuestos para enriquecer la experiencia visual pero siempre en dependencia de los tonos narrativos. Tales criterios aparecen muy alejados, lamentablemente, de esta nueva entrega de El Rey León.
En primer lugar, resulta atendible reparar en el trabajo prodigioso de investigación animal (más del 70% de los animales fueron primeramente filmados para luego pasar a la parte técnica) en lo que corresponde a comportamientos, movimientos y emociones. Se configura así una atmósfera hiperrealista que, en un principio, conmueve al espectador: el brillo del pelaje de los animales, la profundidad de los ojos, las texturas de los cuerpos, todo se vuelve deslumbrante. Sin embargo, ese todo termina allí.
Ni las estridencias de Seth Rogen (Pumba) pueden traspasar el desconcierto del espectador. En un primer momento que es el lugar de lo trágico, el CGI funciona bien y hasta le da al film cierta identidad. La muerte de Mufasa (James Earl Jones) resulta verdaderamente emotiva y tratada con un matiz diferente de la versión animada que pone mayor énfasis en la traición fratricida. Sin embargo, una vez realizado el acto en cuestión, la película comienza a diluirse. El hiperrealismo no alcanza para hacer verosímil las emociones. Así, la tierra hedonista del Hakuna Matata no ofrece tanta diversión, el crecimiento del protagonista no nos transmite demasiado y menos aún, el momento romántico con Nala (Beyoncé) que parece dispuesto por un falso furry.
Esta nueva entrega sigue casi al pie de la letra a la versión original, con lo que ni siquiera se arriesga a un juego autorreferencial (salvo en el caso de un par de gags que no adelantaremos), y así tampoco contamos con alguna transgresión que salve el día.
La gelidez con que se enlazan las maravillas técnicas y la distancia que se imprime en la interpretación de las emociones hacen que la película solo sea disfrutable si el espectador sabe de antemano que esto es lo que se va a buscar… No hay nada más.