Domesticar lo salvaje Javier Porta Fouz escribía en el 2016 “Jon Favreau nunca hizo una película floja –Made, Elf, Zathura, Iron Man 1 y 2, Cowboys & Aliens, Chef– y era muy poco probable que su carrera tuviera su primer bajón justo con El libro de la selva”. Efectivamente, esa gran adaptación de la novela de Kipling mostraba de forma armoniosa todos los condimentos del relato de aventura. Los avances tecnológicos estaban dispuestos para enriquecer la experiencia visual pero siempre en dependencia de los tonos narrativos. Tales criterios aparecen muy alejados, lamentablemente, de esta nueva entrega de El Rey León. En primer lugar, resulta atendible reparar en el trabajo prodigioso de investigación animal (más del 70% de los animales fueron primeramente filmados para luego pasar a la parte técnica) en lo que corresponde a comportamientos, movimientos y emociones. Se configura así una atmósfera hiperrealista que, en un principio, conmueve al espectador: el brillo del pelaje de los animales, la profundidad de los ojos, las texturas de los cuerpos, todo se vuelve deslumbrante. Sin embargo, ese todo termina allí. Ni las estridencias de Seth Rogen (Pumba) pueden traspasar el desconcierto del espectador. En un primer momento que es el lugar de lo trágico, el CGI funciona bien y hasta le da al film cierta identidad. La muerte de Mufasa (James Earl Jones) resulta verdaderamente emotiva y tratada con un matiz diferente de la versión animada que pone mayor énfasis en la traición fratricida. Sin embargo, una vez realizado el acto en cuestión, la película comienza a diluirse. El hiperrealismo no alcanza para hacer verosímil las emociones. Así, la tierra hedonista del Hakuna Matata no ofrece tanta diversión, el crecimiento del protagonista no nos transmite demasiado y menos aún, el momento romántico con Nala (Beyoncé) que parece dispuesto por un falso furry. Esta nueva entrega sigue casi al pie de la letra a la versión original, con lo que ni siquiera se arriesga a un juego autorreferencial (salvo en el caso de un par de gags que no adelantaremos), y así tampoco contamos con alguna transgresión que salve el día. La gelidez con que se enlazan las maravillas técnicas y la distancia que se imprime en la interpretación de las emociones hacen que la película solo sea disfrutable si el espectador sabe de antemano que esto es lo que se va a buscar… No hay nada más.
“- ¿No volveremos a verte nunca? – Nunca es demasiado tiempo” Shane, Raíces Profundas Más de veinte años han pasado ya desde el estreno de la primera y maravillosa entrega de Toy Story (1995) a manos de John Lasseter, en donde hemos conocido a este gran grupo de pequeños juguetes entrañables. En el 2010 encontramos en Toy Story 3, el (creíamos) desenlace más emotivo, catártico y honesto con el que cierran su participación los personajes de la saga. Sin embargo, nuestra única certeza es que hablar de un final, en sentido estricto, evoca para el Hollywood actual un estado temporario e iterativo. Sobre este firmamento, aparece entonces una nueva película: Toy Story 4. El Señor de los Anillos, novela clásica del Fantasy escrita por J.R.R. Tolkien, culminaba con una variedad de apéndices, que trataban y ampliaban historias, luego de narrar la gloriosa epopeya de las legiones del Bien contra las fuerzas destructoras de Sauron, el señor oscuro. Así, podíamos saber más sobre el linaje de los reyes numenóreanos, la casa de Durin y la aparición de la raza enana o de la historia de amor entre Arwen Undómiel y Aragorn. Toy Story 4 ofrece, mutatis mutandis, un procedimiento análogo como mecanismo argumental. Por esto es que resulta lícito considerar dos ideas en paralelo que establecen una diferenciación atendible: la película anterior es la auténtica conclusión de la franquicia mientras que, por otro lado, esta nueva entrega se asemeja más a un apéndice narrativo como el mencionado anteriormente. TS4 representa una aventura hacia el interior del héroe ya maduro y también una apuesta en el riesgo de resignificación al mundo. Woody (Tom Hanks) recibe a un nuevo integrante de la comunidad juguetera, Forky (Tony Hale), a quien deberá proteger y guiar a fin de que comprenda cuál es su rol en el mundo de la pequeña Bonnie. De alguna manera, Woody actúa como una conciencia colectiva en la que viene inscrita aquella frase que pronuncia con seguridad bien entrada la película, algo así como que no hay labor más noble para un juguete que servir a un niño. Esto abre una imbricada red de cuestiones. Por un lado, subraya la idea de que los juguetes vienen con un self prefijado de fábrica. La subjetividad es algo que se va a desarrollar, pero se construye por sobre una serie de condiciones cartesianas que podríamos definir en principio, como innatas. Por ejemplo, aun en su estado paranoide durante la primera entrega, Buzz Lightyear (Tim Allen) tiene inscripto un código de conducta: sabe, entre otras cosas, que no puede moverse o hablar enfrente a los niños. Queda implícito que el manual de instrucciones de cada juguete tiene una fuerte carga simbólica hacia el usuario, pero también para el artefacto en sí mismo. Durante el filme, Woody se adentra en una comunidad de juguetes perdidos y allí contempla una verdad perturbadora: hay todo un mundo que se erige más allá de los niños y no es opaco, triste o lleno de resentimiento, sino más bien todo lo contrario. Frente a este sacudón del destino, toda la filosofía con la que venía seteado acaba desplomándose poco a poco. Woody da a lugar a planteos existencialistas centrados en la singularidad, el libre albedrío y la ética jugueteril. Desde este punto de vista, la película exhibe un cambio tan radical en la concepción del mundo que impacta violentamente sobre la comunidad, ya que Woody constituye la personificación paradigmática del modelo de juguete a seguir. Esto conlleva a un cambio en su propio status de héroe. El sheriff es quien ha tomado durante años bajo su responsabilidad el devenir de todo su pueblo llegando, muchas veces, a sacrificarse por él. Justamente el paso del tiempo hace mella, y paulatinamente va descubriendo que su lugar ahora no está junto a Bonnie y sus amigos porque ya no pertenece a ese mundo ni espacial ni temporalmente: se ha convertido en un outsider. Por ello, la entrega de la estrella de sheriff a Jessie (Joan Cusack) no hace más que cristalizar esta cuestión demostrando su alejamiento voluntario. TS4 representa el pasaje de un estado de inocencia que podría estar representado en Forky a un estado de madurez donde realmente se siente plenitud y se ha dado todo. Bo Peep (Annie Potts) ya no es la muñeca de porcelana que Woody había conocido. A través de su experiencia es quien confirma al sheriff que ya no podrá adaptarse al modo de vida que él mismo y durante tanto tiempo ha ayudado a perpetrar, pues ha cambiado. Sin embargo, hay un más allá esperanzador. Y esto es lo revolucionario de esta entrega: un personaje que en lugar de volver los pasos sobre sí mismo, toma el riesgo de aventurarse hacia otro mundo. Woody toma riesgos, elige su destino, y en esa posibilidad se redime a sí mismo, eludiendo la decadencia y la insatisfacción por ser relegado al armario. El vaquero no cabalga ya sobre la nostalgia y los recuerdos destrozados sino sobre la esperanza de que el futuro siempre nos depara cielos más felices.
“Una cosa… Si alguna vez ustedes tienen hijos y uno de ellos cuando tenga ocho años accidentalmente le prende fuego a la alfombra de la sala de estar, no sean tan duros con él”. MM “Allí donde crece el peligro crece también la salvación” Existe un escaso número de films de ese subgénero que podríamos denominar de “superhéroes” que sobreviven el clima fanático que los rodea y trascienden fehacientemente en nuestro recuerdo. Posiblemente, éste quizás logre ser una de esas raras excepciones. Infinity War (2018) había dejado un universo en ruinas. La devastación no abría paso a la duda y los personajes heroicos transitaban entre la desesperación, la furia y la culpa. Endgame (2019) comienza justo ahí, con el dolor a derrota en el aire, con la herida aun abierta intentando mostrar cómo -psicológicamente hablando- cada personaje tramita ese duelo acorde a lo que su personalidad le permite. En ese sentido, la película exhibe un tono muy acertado en la exposición de vulnerabilidades. El deber kantiano del buen Capi (Chris Evans) está bien contrastado con el estado de desamparo, soledad y despecho de otros personajes. A cada uno se le dedica un momento, pero no solo para ponernos en “estado de situación” o cumplir airosamente con el “fan service” sino, más bien para permitir al espectador participar de ese estado de desolación e impotencia. Para muchos personajes, lo realmente patético o doloroso, antes que la pérdida provocada por Thanos (Josh Brolin), resulta de todo ese presente que les toca vivir ahora y que no deja de conmovernos: una cartografía del vacío. Y es justamente ese abismo el que moviliza a los héroes a actuar de la forma que pueden (en franca oposición a lo que quieren/deben) con un plan que lejos está de ser original. Sin embargo, es tal el pacto con el espectador que, hasta cierto punto, se admite esa idea remanida. O mejor aún: la falta de novedad o ingenio deja de importar a la hora de contrarrestar al Mal porque lo que interesa es la eficacia. Por otro lado, la película misma acierta en la autoparodia del proyecto (se recurren a gags e intertextualidades con otros filmes) y por ello, no solo sale ilesa sino fortalecida. El nunca-original-plan establece una potente narración en espejos: es la escena hogareña que abre Hawkeye (Jeremy Renner) y que continúa en otra casa, la de Tony Stark (Robert Downey JR). Más adelante, se encabalgarán propositivamente la escena de Thor (Chris Hemsworth) en Asgard con otra escena de Tony (esta vez la de la base militar) y la conclusión magistral a manos de la escena final del Capitán. Todas estas imágenes mencionadas responden a una misma matriz dramática que nada tiene que ver con una solemnidad distante sino con la pequeña tragedia interna dada en la imposibilidad de cambiar el destino. El ámbito de lo doméstico/lo familiar/lo privado se pone en juego con tanta intimidad y desgarro como lo harán las batallas y las escenas de acción. Los héroes se ven tentados a fundirse en un abrazo familiar e infinito que los libere de sus responsabilidades. A fin de cuentas, siempre se trató de amor. Incluso hasta el entrañable Capi se permite una transgresión que será celebrada llevándose el corazón de los fanáticos. Infinity War tuvo como protagonista a Thanos: sus motivaciones, su proyecto, su lucha y, finalmente, su victoria. Endgame respeta a rajatabla su nombre por lo que todos los héroes son necesarios y resaltan en la lucha, aunque, como es lógico, unos se lucen más que otros. A propósito, cabe enumerar algunos detalles atendibles. La disparidad entre el Capitán y Tony ha evolucionado reflejando la madurez de los personajes. Las motivaciones de cada uno, así como la visión del mundo unilateral, han dejado el conflicto hormonal (con el que eran mostradas en los primeros filmes) y dan lugar a pareceres más respetuosos y profundos respecto al prójimo y a la vida en sí, por lejos las mejores interacciones de la película seguidas a las de Hulk (Mark Ruffalo) y Ant-Man (Paul Rudd). Otros personajes continúan recurriendo al humor para sobrellevar la tristeza, como es la esencia de Ant-Man o el cínico Rocket Racoon (Bradley Cooper). Luego tenemos el altruísmo humilde de Black Widow (Scarlett Johansson) o la violencia como respuesta frente a la derrota del Dios del Trueno. La dignidad del Mal continúa apareciendo en esta entrega. La voz del villano está retratada de manera correcta ya que no hay inmadurez ni infantilización. Los matices aparecen en el registro adecuado, por lo que es posible llegar a una aprehensión de cierta filosofía de la destrucción enmarcada desde una elección cognoscitiva. La carencia de desmesura propicia, en cierto sentido, el enaltecimiento en la construcción del adversario. Un antagonista que puede actuar, pero también sentarse a esperar. Las escenas de acción de Infinity War resultan bastante difíciles de superar, pero, aun así, el ritmo del film hace que las tres horas pasen sin aburrimiento. Todas las subtramas (una más entretenida que otra) se van imbricando, abren terreno hacia la resolución final con pericia y fluidez. Endgame ofrece un cierre prolijo y sentido. Una declaración final de amor al cine de superhéroes y al mismo tiempo, un testamento con todas las letras.
El Paraíso perdido. Cómo entrenar a tu Dragón 3. Desde la expulsión del paraíso, la humanidad ha soñado en recuperar ese terruño adánico impenetrable y oculto. Como decía el maestro Bayer, resultaría atendible historizar, alguna vez, el pensamiento de los utopistas y los proyectos de repúblicas ideales que fueron desarrollados por estos. Tomando esa dirección el cine nunca fue ajeno, y es quizás con la gran Metrópolis de Fritz Lang donde aparece uno de los primeros paradigmas de la utopía en la pantalla grande junto a Horizontes perdidos de Frank Capra. De alguna manera, siempre (y por fortuna) volvemos a soñar y a imaginar otro mundo, otro orden de las cosas. Un poco de esto trata el cierre de la trilogía Cómo entrenar a tu dragón. Hipo (Jay Baruchel) se encuentra en una disyuntiva propia de su tarea de gobernante y debe tomar una decisión a fin de preservar aquellos que tanto ama: su gente y sus dragones. Ante este panorama, es interesante constatar que este joven líder no toma la opción más razonable ni posible sino que justamente se juega a todo o nada a una osada búsqueda que bien podría llevarlo al fracaso. En ese sentido, cobra vigencia la máxima popular Qui audet vincit y emprende ese camino en la búsqueda de su sueño. Desde este punto de vista, la película se construye a partir del interrogante sobre el bien común. Hipo, en completa disonancia al mandato vikingo, no hace de la batalla su apoteosis sino que representa a un héroe en transición de valores, por lo que su accionar, si bien se ve validado por un pueblo que lo apoya, no deja de producir estupor a lo hora de evaluar el impacto de sus decisiones políticas. La película, por otro lado, hilvana esa simetría perfecta entre Hipo y Chimuelo. La edad madura que el paso del tiempo les depara a ambos es retratada como una fuerte crisis que los involucra y redefinirá su relación a futuro. Lo curioso aquí es la gran contradicción de tonos con los que se superpone la película: por un lado, existe una transgresión respecto del canon del gobernante que, como señalamos anteriormente, se aleja del paradigma nórdico del valor del líder. Sin embargo, en lo doméstico y en lo que se refiere a la vida íntima de Hipo, esta ostenta un carácter salvajemente lineal y conservador, siguiendo al pie de la letra todo aquello que demanda el mandato familiar. De alguna manera, la osadía de sus decisiones públicas queda opacadas por la opción de la “vida modelo”. Esto en sí, no debería ser un conflicto per se si no fuera porque arrastra a todos los protagonistas de la película bajo la misma tópica: la valiente Astrid (América Ferrera), Chimuelo y la nueva integrante Furia Luminosa. A propósito de esta última inclusión caben, al menos en parte, las críticas que se le han hecho a este personaje femenino en cuanto a la apariencia inofensiva y dócil: no posee dientes ni cuernos ni ningún tipo de defensa; de hecho, su condición de albina incluso podría parecer un obstáculo a su supervivencia. Con sin embargo lo fundamental, que no es esto sino más bien el papel que le es asignado en el film. Furia Luminosa actúa exclusivamente como “damisela en apuros” y por eso su aparición (además del merchandising porque sí, es endiabladamente adorable) está supeditada al rol de constituirse como una mera función para Chimuelo, el alfa. La dragoncita no tiene matices: no se revela como una buena Pitufina, no asume el rol de femme fatale y, a no ser por una única acción por la que toma partido, ella sencillamente está ahí para ser rescatada. “Lo femenino” aparece entonces de manera bastante reducida en este film, ya que resuena contrastando fuertemente con todo lo revolucionario y lo no normativo que Hipo/Chimuelo despliegan en el ámbito público. De alguna manera, la inclusión de Furia Luminosa/Astrid viene a reinsertar (una vez más) la idea de la culminación del idilio juvenil de la amistad y el advenimiento del adecentamiento burgués de la familia. Finalmente, cabe destacar, empero, que la saga se luce con un villano correcto que despilfarra acción junto a una animación cautivante. Por ello la soñada incursión hacia tierras dracónicas suministra a chicos y grandes un final prolijo y simétrico a esta trilogía.
Ralph rompió la Internet… ¿Probó reiniciando el router? Después de seis años de espera, Rich Moore y Phil Johnston traen de regreso a la adorable Vannelope Von Schweetz (Sarah Silverman) y a su inseparable y grandulón amigo Ralph (John C. Reilly) para una aventura cibernética en la pantalla grande. El argumento es sencillo y centrado en la búsqueda de cierto artefacto que llevará a estos dos aventureros a adentrarse en un terreno desconocido: el infinito y peligroso territorio de la web. Desde esta premisa básica, la preocupación central es la evolución psíquica del conflicto en los dos personajes principales. El viaje será una instancia de autodescubrimiento desde la cual todos los elementos simbólicos que surgen provocarán crisis existenciales y un despliegue de emociones contradictorias. Por un lado Vannelope, cansada del éxito, puede resignificar los obstáculos y transformarlos en oportunidades. En ciertos momentos recuerda a una adolescente desafiante que busca salir de su zona de confort y trascender su vida rutinaria. En el otro extremo tenemos a Ralph, quien representa la voz del sentido común y la tradición. El grandulón es un conservador nato que necesita mantener el status quo del mundo que lo rodea como garantía de estabilidad emocional. Entonces la película establece esta dinámica entre amiga/amigo que, en muchas oportunidades, se convierte en hija/padre e incluso, de manera más soslayada, llega a delinear una relación con ciertos trazos de amor romántico. “Esto te pudre la cabeza” es una de las primeras frases que Ralph le espeta a Vannelope cuando ella muestra su interés en el Slaughter Race, un juego de carreras vertiginoso y desafiante. La conversación expone todos los miedos que un padre tradicional puede manifestar cuando un hijo decide independizarse, estableciendo lo que él cree que la niña necesita (y no lo que la niña realmente necesita). El film sobrevuela (con escasa profundidad) la cuestión de la paternidad/maternidad entendida desde la exposición de la más pura orfandad de los personajes: los chicos de Sugar Rush adoptados por Félix y Tamora, las princesas Disney y la misma Vannelope, que busca en Shank (Gal Galdot) no solo una amiga cool sino también una madre. La tensión entre estos comportamientos superpuestos se construye en índice cuando Vannelope confunde un inflable de Donkey Kong con la figura de Ralph. Posteriormente esa significación Ralph-Gorila es confirmada cuando se recurre a una de las escenas más paradigmáticas del cine mundial: King Kong sobre el Empire State sosteniendo a su querida Ann. En ese sentido, no podemos dejar de pensar en todo el caudal pulsional que registra la obra, por lo que resulta al menos atendible que se elija esa imagen tan efectiva y tan fuerte a la hora de retratar la relación entre ambos personajes. Finalmente, todo este pivoteo sobre los roles queda en la superficie y la película se aletarga en su conclusión. Toda la inventiva en el juego de la referencialidad al mundo gamer (atractivo de la primera entrega) se ve brutalmente desplazada hacia la autorreferencialidad Disney presentada sin artificio y carente de gancho (a excepción de ciertos pasajes con las princesas). Bonus tracks: • Lo mejor viene después de los títulos, hay escenas poscréditos y son geniales. • Aparece un cameo entrañable para todos.
Los que Vigilan desde el Tiempo – Una crítica a Aquaman Aquaman (2018) resulta una de esas películas que, ante todo, generan anticipadamente un clima de desconcierto. Por un lado, tenemos a este héroe de DC que no pertenece al Olimpo de popularidad -perdón fanáticos de Aquaman- por lo que no existe una cristalización popular del personaje como arquetipo reconocible a priori. A esto, debemos destacar que el universo cinematográfico de DC nunca llegó demasiado lejos -salvo por la honrosa excepción de Wonder Woman (2017)- en la calidad de sus películas, hecho que motivaba un pronóstico no demasiado alentador. Sin embargo James Wan, director de esta película, ha sabido convertir este sinnúmero de debilidades en aspectos positivos y eso es uno de los logros más rotundos de Aquaman. En primer lugar, que Arthur Curry no constituya un firme referente en el imaginario popular de los comics permite al carismático Jason Momoa recrearlo en un proceso de fuerte impronta personal. El actor se carga al hombro gran parte del trabajo, elaborando en pantalla grande un personaje fuerte, gracioso, pero también desvalido y no exento de debilidades y errores. James Wan se arriesga a contar el archiconocido periplo del héroe a través de una fuerte apuesta estética. La película parece emular la linealidad de las viñetas de un cómic en sentido estricto. Por ello, los personajes hablan más por el ambiente del que participan y por la semiosis de los signos que los rodean que por los diálogos fijados por un guión- hay que decirlo- bastante mediocre. De esta manera, existe una atractiva construcción del espacio que reviste una atmósfera singular a cada momento del film. En ese sentido se nos presenta una hipertecnificada Atlantis que recuerda a una futurista ciudad cyberpunk de neón sepultada bajo el agua. Colores saturados, naves sofisticadas y edificios descomunales son parte del encanto visual que nos ofrece esta inmersión oceánica, pero la película también da lugar al más allá. Detrás de toda esa porosidad benjaminiana, se pueden ver los agujeros que esta civilización padece en el devenir de su historia. En la profundidad del mar, la fuerza de la justicia no aparece –predeciblemente- de la mano de la tecnología sino del mito (1). Detrás del neón y de la Technik asoma la historia del Rey Muerto, Atlan y su tridente perdido. Atlan reinaba cuando la Atlántida aun existía sobre la superficie y en su exilio posterior forjó seis reliquias mágicas que, junto a su tridente, serían conocidas como las “Reliquias del Rey Muerto”. Arthur Curry debe legitimar su condición de gobernante y de héroe al recuperar, como parte de su prueba, el famoso objeto perdido. En ese nivel, profundo e insondable, descansa el mítico Karathen (Julie Andrews), una criatura descomunal y feroz que vigila los restos del Rey Muerto y sus reliquias. De esta manera, la metáfora sobre el monstruo y el estado psíquico del héroe queda sobreexplicada. James Wan maneja con maestría estos contrastes entre el viaje futurista y la expedición arqueológica de iluminación, pero también él mismo anticipa toda la historia que va a contar a través de un gesto más o menos explícito: la alusión a “El Horror de Dunwich” de Howard Philip Lovecraft (2). Por un lado, es un guiño autorreferencial y apunta hacia el amor infinito de Wan por el género que lo hizo conocido. Por otro lado, quienes conocen la historia de Lovecraft podrán establecer la relación entre los dos hermanos hijos de criaturas diferentes (una humana y un dios) . De esta unión nace un niño parecido a su madre (Wilbur) y otro monstruoso y malvado, parecido a su padre (el horror de Dunwich). La disputa entre ellos, la voracidad del mal que quiere acapararlo todo y expandirse, la pulsión de la sangre y el destino, todo aparece ya en este cuento de 1828. En otro sentido, los puntos más flojos del film, además de las casi dos horas y media y la sobre-explotación del CGI, resultan de la mano de los villanos. Ni Orm (Patrick Wilson ) ni Black Manta (Yahya Abdul-Mateen II) conmueven ni convencen. Sus papeles de antagonistas del héroe apenas se traslucen, por lo que sus lugares en la película quedan relegados a la inclusión de escenas de acción y de batalla. El rey Nereus (Dolph Lundgren) también aporta poco a la trama. En las antípodas, se encuentra la encantadora Mera (Amber Heard) que, como mujer de armas tomar, imprime grandes escenas de acción y genera intensos momentos en la trama con su coequiper, Aquaman.
Una para el Equipo – Los Jóvenes Titanes en acción DC sigue cumpliendo con esa vieja premisa que establece una implacable superioridad en sus películas animadas frente a la inconsistencia de aquellas que no lo son. Esta es una historia de larga data ya que comenzó con la emisión de Batman, La serie animada (1992-1995), dirigida por Bruce Timm y Paul Dini y multipremiada por la calidad de sus guiones. Al poco tiempo, Timm dirigió junto a Eric Radomski Batman: Mask of Phantasm (1993), y así comenzó una larga cadena de títulos con momentos memorables como Wonder Woman (2009), Batman: Año uno (2010) y la genial Liga de la Justicia: La paradoja del tiempo (2013). Los Jóvenes Titanes en acción: La película (2018) se desprende de la popular serie emitida por Cartoon Network desde 2013, la cual no está exenta de polémica. Para comprender qué se discute habría que trasladarse a 2003 y al estreno de Los Jóvenes Titanes en la época dorada de dicho canal (Johnny Bravo, Billy y Mandy, etc). Efectivamente, los actuales Jóvenes Titanes tuvieron anteriormente un paso por la pantalla chica en plena efervescencia de los ya mencionados trabajos de Timm y Dini. Esta serie de 2003 presentaba a los Titanes desde los cómics de Marv Wolfman con una estética innovadora respecto del estilo del Timmverse: había una utilización de animé en los trazos de los personajes pero también en muchos de los chistes o gags. El recurso no fue bien recibido por gran parte del público, que no estaba a gusto con la inclusión de este tipo de humor frente a la centralidad de la acción. En contraposición aparecía la química entre los personajes del equipo y los villanos característicos: Slade/Deathstroke. Esta serie finalizó en 2006 en medio de críticas y explicaciones contradictorias. Los Jóvenes Titanes en acción nacieron gracias a bloques de cortos animados emitidos por Cartoon Network a fines de 2012. Todos esos cortos retrataban personajes de DC con estilos diferentes: stop motion, chibi, etc. El éxito de este bloque hizo que Cartoon Network planteara una suerte de Spin Off sobre los Jóvenes Titanes pero centrado en el humor y no en la acción. Así, se estrenó en 2013 con una crítica mayoritariamente negativa por parte de quienes esperaban otra cosa. En tal contexto, la película resulta una bocanada de aire fresco y una irreverencia bien planteada a toda la tradición de DC y hasta a la propia trayectoria de sus héroes. La industria del cine de superhéroes es una maquinaria imparable y para no ser un wannabe o un marginal hay que tener película propia. Esta premisa es la que obsesiona la mente del joven Robin y por la que deberá sacrificar muchas cosas, amigos incluidos. Entonces, mientras la oscuridad y la solemnidad se yerguen como el gran faro de las películas de DC, aquí reinan la burla y parodia, acompañadas por la (auto) referencialidad más rigurosa. Los personajes mantienen la química intacta, esta los habilita a detenerse en el humor más escatológico o en las acciones más valerosas. Los más chicos la pasarán genial con las ocurrencias que ya conocen y los adultos también disfrutarán de las más locas referencias. El argumento está estructuralmente bien trazado y es la búsqueda por el reconocimiento en el fordista mundo de los superhéroes. Para tener una película, se deben cumplir ciertos mandatos bastante explícitos que podemos encontrar en el resto de los filmes de este estilo. De algún modo, la película repasa los lugares comunes que hay que visitar para estar en el paseo de la fama, con cameos a celebridades incluidos. Finalmente, resulta crucial para comprender la escena poscrédito (o para explicarla a los más pequeños) toda esta atmósfera de parodia que impregna el film y lo vuelve querible.
“Querida, encogí a los niños” Ant-Man and The Wasp es, con todas las letras, una entretenida comedia familiar cuyo núcleo orbita en el desenvolmiento de los conflictos personales entre los personajes. Quien ha visto la primera Ant-Man, no encontrará nada en esta secuela que la haga memorable o resignifique el tono de su antecesora, de hecho más bien lo contrario. De algún modo el director Peyton Reed ha re-creado, con cierto sesgo conservador, el acertado tono narrativo de la primera duplicándolo aquí casi escandalosamente. Lo único nuevo en sí es la presentación de The Wasp (Evangeline Lilly), a quien dedicaremos un párrafo aparte. Entonces, queda claro que no toda segunda parte debería ser una pieza clave, sin embargo, un tratamiento que permanece idéntico desde un punto de vista compositivo termina agotando cualquier buen recurso. En oposición a esto, la película goza de un buen ritmo y la acción se desarrolla de manera homogénea. El suceso que se narra y sobre el cual deben luchar los personajes no resulta, en principio, trascedente a un nivel colectivo, pero sí impacta directamente sobre la vida familiar de los Pym. Estos pequeños-grandes héroes están condenados a ser el sideshow de los clásicos gigantes y esto se verifica también en los desangelados antagonistas. La proeza de Janet Van Dyne (Michelle Pfeiffer) que salvó millones de vidas quedó, metafóricamente hablando, en el mismísimo Oblivion, de modo que en la actualidad solo la recuerdan sus familiares directos. En lugar de afectarlos negativamente, tal singularidad les permite potenciar un costado humorístico y dar más lugar al desarrollo emocional de los personajes. El film promueve ingeniosamente esta alteridad, este lado B de la fama, aunque esta cuestión resida exclusivamente en la superficie. Al respecto cabe destacar que la película inicia con Scott Lang (Paul Rudd) haciendo frente a una condena tras las acciones que desarrolló en Alemania durante Capitán América: Guerra Civil (2016). Ant-Man trae consigo también una atracción por las escenas de acción, que se nos presentan muy particulares. En primer lugar, porque el espacio del desenvolvimiento de la lucha física se halla dentro del terreno de la destreza y no el de la fuerza, como esperaríamos ver en el caso de Hulk, por ejemplo. La espectacularidad aquí pasa por el enfrentamiento entre criaturas que juegan a la esquiva y a utilizar su poder con vértigo e ingenio. Este último resulta un factor imprescindible para Ant- Man (Paul Rudd), ya que debe evaluar permanentemente su capacidad de encogerse o agrandarse midiendo su entorno y las acciones posibles en él. Por ello el acierto es, como dijimos, la destreza en el territorio de Ant- Man, no el mundo puramente tecnológico. De hecho, cuando este último prevalece genera más inconsistencias en el personaje. Ant-Man and The Wasp continúa con el discurso que Peyton Reed elige en la primera entrega, pero con un énfasis aún mayor. El director se aleja de los cómics en lo que respecta a las llamadas partículas Pym descubiertas por el mismo Dr Hank Pym (Michael Douglas) y elige resignificarlas, generando un problema de incoherencia general. Para no entrar en detalles, diremos que las partículas Pym de los comics funcionan alterando la materia y su hallazgo fue situado en una especie de dimensión alternativa. En la película, la idea de “dimensión paralela” parecía poco convincente para adultos y adolescentes sobreinformados y, en lugar de ello, se introduce la idea de compactar el espacio entre los átomos. Las consecuencias están a simple vista: nunca se explica cómo es que se puede llegar a ese nivel subátomico. Si la masa se conserva pero tiene más superficie, entonces ¿cómo puede mover un camión?, ¿cómo puede levantar la caja de autos?. La necesidad de recurrir a la hipertecnificación para el verosímil termina, en parte, jugándole en contra. Más aún, si el registro de Ant- Man es el de comedia familiar, no vemos con claridad cuál era el propósito de incorporar el discurso científico puro y rudo con ese sesgo tan carácteristico de otros personajes como Iron Man. La química entre Janet y Hank funciona de maravilla e incluso el gag que involucra a Scott en la escena familiar resulta hilarante. Sin embargo, la presentación formal de The Wasp deja gusto a poco. La heroína posee un intelecto superior, de evidente herencia genética, y está dotada de grandes cualidades de combate. Además, cuenta con ese traje tan espectacular que le permite destacarse pero hasta ahí se agotó todo. The Wasp no desarrolla una singularidad, su carácter podría ser asimilado con el de Natasha Romanoff o Gamora y, en ese sentido, es más de lo mismo. El punto es que, frente a la variedad de poderes y personalidades que tienen los héroes del MCU, existe una unidimensionalidad bastante marcada en la interpretación de las heroínas y esta cadencia se continúa repitiendo en cada entrega con menor o mayor intensidad. Para concluir, los grandes aciertos del film siguen siendo aquellos pasajes familiares y humorísticos (como el arresto domiciliario de Scott y el papel de la hormiga), la química entre los personajes, el grupo de amigos de la empresa de seguridad y las escenas de acción con toda la vertiginosidad al servicio de los cambios de tamaño. No se pierdan la “ganchera” escena poscréditos.
Los Superhéroes llegan en oleadas Una de las mejores películas de superhéroes de todos los tiempos fue, sin lugar a dudas, Los increíbles (2004) de Pixar. La historia magníficamente contada y llevada a la pantalla por Brad Bird (El gigante de hierro) sentó, antes del furor por los colosos de Marvel o de DC, las bases del género a través de una forma extraordinaria de contar la aventura. En esta entrega original se explicaba cómo estos seres debían ocultar el uso altruista de sus poderes en pos del ejercicio de la vida pública. Así, nuestro Mr Increíble, Bob Parr (Craig T. Nelson), se sumía en la cotidianidad rutinaria, engrosando las filas de un trabajo burocrático y mediocre hasta que un benefactor le permitía desarrollarse como héroe. A catorce años de esta película, aparece Los increíbles 2 (2018) que constituye la secuela más tardía de cualquier película de Pixar. Sin embargo, la historia continúa perfectamente lo ocurrido en la primera entrega. Por ello, el tiempo de la diégesis resulta cohesivo y coherente. El problema que se vislumbra es otro. Los increíbles 2 vuelve a tomar la ruptura entre el espacio público y el privado con sus personajes desgarrados entre una existencia extraordinaria y otra salvajemente común. De hecho, esta segunda parte conforma en realidad una re-escritura de la historia. Conforme a los tiempos que corren, Helen/ElasticGirl (Holly Hunter) es quien protagoniza la misma trama contada, esta vez, desde un sustrato marcadamente femenino. Por un lado, la estructura clásica de una sitcom de los 60 a fin de narrar la nueva vida de Bob como amo de casa y su crisis existencial. Por el otro, el estilo narrativo propio del cine de espionaje y aventura para retratar la vida heroica de ElasticGirl. Este procedimiento fluye tan exitosamente que permite construir una interpretación dinámica de la dicotomía entre lo público y lo privado frente a un villano predecible y unidimensional como Screenslaver. La película ofrece un vertiginoso espectáculo visual al mejor ritmo de jazz. Los personajes entienden, como ya lo caracterizaba el historiador Georges Duby1, que el lugar doméstico configura, ante todo, una zona de inmunidad y protección, por lo que puede oponerse a las obligaciones de la sociabilidad colectiva. Desde ese punto de vista, podemos ver a los Parr tratando de comprender qué hacer con su nueva realidad. Los niños se preguntan permanentemente cómo es que se pueden proteger las normas a partir de la transgresión, y los padres no pueden menos que sentirse confundidos frente a una reflexión tan elocuente. La única salida consiste en aplicar una mística de asociación secreta que se encuentra fuera de los novios de turno, los compañeros de trabajo y el resto del mundo. Es decir que la vida familiar puede sustraerse de las imposiciones de la comunidad o el Estado y por ello los Parr solo logran sentirse libres en este ámbito. Justamente, la epopeya de Bob en el ámbito hogareño alienta secretamente, en las fantasías del público, la esperanza de que un día, de la mano de un vendedor de seguros o de una ama de casa, florezca la heroicidad que reivindique toda una vida de mediocridad.
El Bocón ataca de nuevo “¡Cuánta amargura! ¿Seguro que no perteneces al universo de DC Comics?”. Deadpool Aprendemos con naturalidad a lo largo de nuestras vidas que la historia y los hombres que recogen lo esencial o importante raramente pueden ser cómicos. De una forma que le es característica, persiste en la configuración trágica un poder didáctico que el terreno de la risa difícilmente pueda ocupar. Sin embargo, esto no significa que el dominio de lo cómico sea restringido o impotente: la risa permite arrojar con eficiencia una verdad sobre el mundo y el hombre. En ese sentido, la irrupción de la nueva entrega de Deadpool en una cartelera atravesada por la solemnidad de los genocidios y de las grandes epopeyas colectivas resulta una profunda bocanada de aire fresco. ¿O no tanto…? Si algo identifica el estilo Deadpool es su carácter humorístico y predecible. Cualquier espectador testigo de la primera entrega (para no hablar de un lector de comics avezado) sabrá que no encontrará Wakandas tercermundistas ni guanteletes poderosos, sino más bien un bufón empecinado en romper la cuarta pared caminando a lo Tony Manero entre lo sagrado y lo profano. Por ello, hablar de la historia tras Deadpool 2 es invocar directamente dicho espíritu. Como el mismo personaje denuncia, los “escritores perezosos” nos describirán la línea argumental completa en los primeros quince minutos del film con referencias bien explícitas. En primer lugar, a la impecable Logan (2017) de James Mangold. Sabemos, por el enorme material escrito, de la rivalidad entre Wolverine y Deadpool, pero esta disputa también ha atravesado resignificada la pantalla grande. En X-Men Orígenes: Wolverine (2009) aparece Deadpool por primera vez suscitando una recepción muy negativa. De manera que esa mácula en el personaje fílmico no resulta fácilmente olvidable para la audiencia, y una buena estrategia de superación consiste en la posibilidad de la (auto) parodia. Deadpool se ajusticia a sí mismo para barajar de nuevo pero existe la seguridad de que otros caminos que ya le han sido vetados. El otoño de los héroes, la muerte que finalmente le llega de manera sublime a Logan, no será un destino posible para Deadpool, y el film juega con ello [1]. Entonces, el primer llamado de atención es sobre esta rivalidad que se muestra fogoneada de manera permanente y que no hace más que reafirmar el sustrato de cada uno de los estos opuestos. Por otro lado, la alusión a Entrevista con el Vampiro (1994) actualiza el esqueleto argumental, a saber, el valor de la familia y la oposición entre dos tutores o modelos parentales [2] para el pequeño mutante. El movimiento de la película apunta entonces hacia un recorrido de aprendizaje en el sentido más estricto. Desde este punto de vista resultan destacables los pasajes de Blind Al (Leslie Uggams) en la medida en que, emulando a la pitonisa de Matrix (1999), territorializa el lugar de la sabiduría y la cohesión grupal como contrapartida de la escuela de Xavier [3]. Por ello, es del todo cierta la advertencia de que “la siguiente película será una película familiar”. Jugando quizá con el sentido de esta proposición es que obtenemos, hacia el final, lo prometido. Superaccción Pasos de comedia con buena dosis de acción es el cóctel que David Leitch (Atómica, 2017) expone exitosamente al tiempo que se develan de forma descarada una serie de clichés del género. Uno de los momentos más memorables del film, a causa de las peleas y las risas, incluye la presentación de la X-Force [4], encabezada por una increíble Domino (Zazie Beetz). Posteriormente, Cable (Josh Brolin) será también de la partida con una correcta interpretación pero sin el impacto que generó su Thanos en Avengers: Infinity War (2018). La presencia de Juggernaut, en cambio, es un tanto decepcionante. Deadpool se reconoce como “su fan” y le menciona las proezas que realizó en varios números de historietas. Sin embargo, su aparición en este film resulta ligeramente más interesante que en X- Men: La batalla final (2006) y su poder queda severamente cuestionado por la manera en la que lo abaten. Dicho en otras palabras: no se le hace honor al personaje. Finalmente el sentido salvaje de Deadpool, caracterizado por la inclinación hacia la rebeldía y el caos, nos invita a dudar de todo. Incluso del pasado; en tanto la vida es, antes que nada, una fantasía.