Terror Qualité
Hubo un tiempo en el que el terror fue hermoso y libre de verdad, con el fuera de campo, la cámara subjetiva y mucho más. En efecto, antes de convertirse en una exhibición de atrocidades, gozó de muy buena salud, ya sea por la función subversiva de sus mejores exponentes para inyectarse en el imaginario colectivo o por establecer conexiones referenciales con el resto de la serie genérica. Hoy (salvo honrosas excepciones) ya resulta redundante encontrar filmes que prometen y se desbarrancan rápido por una pendiente plagada de lugares comunes.
Esto es lo que inevitablemente sucede con El rito. Su director, el sueco Mikael Hafstrom, pone en juego durante los primeros quince minutos (los mejores) un arsenal de elementos que colocan a la historia en la cornisa: el simpático argumento de un joven (Colin O´Donoghue) que huye de su padre (Rutger Hauer) con quien comparte la singular tarea de preparar los cadáveres para los funerales y termina accediendo a un curso de exorcismo en el vaticano como si de una beca trascendental se tratara porque su escepticismo no le permite progresar en el sacerdocio. Allí se topa con el padre Lucas (Anthony Hopkins), un cura poco ortodoxo que es capaz de atender un celular en medio del ensalmo o despojar de importancia al acto en sí (guiño a los espectadores) cuando le profiere a su aprendiz “¿Qué esperabas encontrar, sopa de arvejas o cabezas girando?” en un juego de clara alusión a la clásica película de Friedkin, El exorcista, aún perturbadora.
En efecto, este tono ligero, acompañado por prolijos encuadres que toman distancia de lo observado, variedad de ángulos de cámara para mostrar personajes y paisajes solitarios como objetos inertes, más ciertos duelos dialécticos interesantes, cae por un precipicio el resto del metraje cuando se elige un tono pomposo, una grandilocuencia en los diálogos espantosa y una prolijidad que apesta (con infaltable lluvia acompañada de solemne banda sonora). A partir de allí, todo se pierde y es como si a los zombies de Romero les pusieran pelucas y los hicieran danzar al ritmo de Mozart. Luego, el devenir argumental se transforma en una sucesión ininterrumpida de lugares comunes, de una impersonalidad absoluta y de un esfuerzo por copiar las atmósferas de un Shyamalan, con un cura (a lo Gibson en Señales) que recupera la fe, y un Hopkins con sus infaltables tics de Hannibal Lecter pero horneado (ya verán por qué).
Lamentablemente, la película comete una triple traición: a sí misma en lo que dejaba entrever en su planteo; al género mismo, al caer en la ampulosidad y pretenderse como “culta” en lo formal, buscando poesía donde no hay; y al espectador por prometer no darle sopa de arvejas y servírsela luego en porción doble. Al final, lo que queda, es un forzado viaje narrativo con el héroe devenido en elegido y la chica que lo acompaña, es decir, los sedantes a los que nos tienen acostumbrados el ochenta por ciento de las películas industriales.