Al diablo con los exorcismos. Pasan las décadas y parece que la Warner Brothers no se resigna a dejar de lado una temática cuyos signos de desgaste son evidentes. En 1973, el éxito impresionante de El exorcista, esa obra maestra iniciática de William Friedkin, impulsó una secuela dirigida por John Boorman y estrenada cuatro años después: El hereje, que pese a la elaborada estética de muchas de sus escenas fue un fracaso absoluto. Tuvieron que pasar más de treinta años para ver dos precuelas de escasa repercusión: la floja El comienzo de Renny Harlin y la subestimada Dominion de Paul Schrader. Ahora le toca el turno a El rito, film “basado en hechos reales” según proclaman su afiche promocional, su trailer y su introducción.
El joven Michael Novak (Colin O’Donahue) trabaja en el negocio familiar, una funeraria, ayudando a su padre (Rutger Hauer). Como este es muy estricto, Michael decide tomar los hábitos. El problema es que no cree en Dios. Cuatro años después, ya de sotana, decide renunciar a la Iglesia. Su superior (Toby Keith), creyéndolo el elegido, se opone a esa decisión y por eso lo envía a un curso de exorcismo en el Vaticano, algo así como un campamento para curas escépticos. Una vez allí queda bajo la tutela del veterano Padre Lucas (Anthony Hopkins), experto en posesiones demoníacas.
Es inobjetable que todo gran actor tiene sus muertos en el ropero. Así y todo, resulta curioso advertir la abultada cantidad de bodrios que se acumulan en el currículum del notable Anthony Hopkins. Al tipo parece no importarle, con su oficio le alcanza para cumplir en cualquier ocasión. Y si la película resulta ser tan mala que con eso no es suficiente, siempre puede echar mano de su pequeño Hannibal Lecter ilustrado. El debutante Colin O’Donahue, por el contrario, es tan inexpresivo como una tabla de madera. El clímax del relato, que supuestamente debía ser un contrapunto entre él y Hopkins, termina por convertirse en un risible monólogo del segundo. Uno está muy verde. El otro está pasado de rosca.
En una escena, luego de asistir a su primera clase de exorcismo, Michael es interpelado por el Padre, quien, en obvia alusión a la iconografía de El exorcista, le pregunta: “¿Qué esperabas? ¿Sopa de arvejas?”, a lo que cabría responder: “Qué tupé”. El director Mikael Hafström reemplaza el famoso recurso de la sopa por un arsenal de efectos especiales cuya efectividad, en comparación, resulta insignificante, sin mencionar esa ampulosidad que tan mal le queda al cine de terror. La secuencia por medio de la cual nace la fe del protagonista (un puñado de alucinaciones obvias y aburridas, con largas panorámicas, voces en off y demás chiches) prepara la película para un final aun más pobre del que se podía esperar en los primeros dos tercios de metraje.
Poco y nada se puede rescatar de El rito: el bellísimo paisaje romano, la lóbrega escena inicial en la funeraria y paremos de contar. Si hasta el más rabioso de los católicos podría considerarla indefendible. A fin de cuentas, es como si aquella famosa maldición de El exorcista se hubiera extendido también sobre el subgénero que esta inauguró.