El asalto final
Las casualidades de la distribución y exhibición hacen que El robo perfecto suba a la cartelera porteña apenas una semana después que La bóveda. Se trata de dos exponentes inscriptos en el subgénero de las “películas de golpes” (“heist movies”), es decir, relatos con centro narrativo en el robo a una institución con innumerables fajo de billetes verdes en su interior. Pero si el del jueves pasado era un thriller de tintes paranormales que regurgitaba algunas de sus fórmulas básicas sobre el molde de una de terror con fantasmitas deseosos de saldar deudas pendientes, dando como resultado un menjurje de difícil digestión, el de éste es una de robos hecha y derecha, rabiosamente clásica. Una que no se anda con vueltas a la hora de ir directo al núcleo cinético de la historia y de construir una tensión alrededor de la suerte de una banda que intenta sacar 30 millones de dólares de la Reserva Federal de Los Ángeles sin que nadie se dé cuenta.
El robo perfecto muestra, otra vez, que Fuego contra fuego es una de las películas más importantes de los últimos 30 años, la referencia ineludible de casi todos los (buenos) policiales contemporáneos, entre ellos los una buena porción de los protagonizados por Liam Neeson, con la enorme Una noche para sobrevivir a la cabeza. Los ecos del film de Michael Mann resuenan desde la primera escena. Allí se ve el asalto a un blindado perpetrado por un grupo de enmascarados armados hasta los dientes con una ejecución redonda tanto delante como –y aquí lo importante– detrás de escena. Hay que prestarle atención a este tal Christian Gudegast, un guionista con apellido de museo y poco trabajo (apenas tres largometrajes escritos en los últimos quince años) pero que como director luce un pulso firme y la seguridad de saber muy bien cómo y dónde poner la cámara para clarificar la acción y que se entienda qué está pasando. Algo simple de enunciar pero que el 99 por ciento de los directores, sobre todo aquellos volcados al gran espectáculo pirotécnico, suele olvidar no bien se sienta en la silla plegable.
La cara visible de la policía es un comisario interpretado por Gerard Butler, que desde el Leónidas de 300 viene enhebrando papeles forjados en el molde de la testosterona gutural y acá la pasa bárbaro en la piel del uniformado más orgulloso de su condición de fumador y alcohólico que se haya visto en años. Salvo cuando la mujer se harte de los plantones y haga las valijas, porque hasta los más rudos tienen un lado sensible. Así y todo su Nick Flanagan se divierte: ver sino como boludea de lo lindo a un agente del FBI vegano (¡!) en cada una de sus apariciones. Ambos están de acuerdo en que es raro que una banda ultra profesional pifie en algo tan básico como elegir un camión de caudales sin dinero. ¿Buscaban plata? ¿Para qué querrían llevarse el vehículo vacío? ¿Acaso tienen algo entre manos? Obviamente que sí. El bueno de Nick irá a visitar a Donnie (O’Shea Jackson Jr.) con la sospecha que su trabajo como barman es una fachada del verdadero sustento de vida. Temeroso de la cárcel, el muchacho habla, se autodefine como chofer y salpica a su jefe Merrimen (Pablo Schreiber), pero omite detalles sobre el camión vacío.
Recién cuando se establezca este triángulo entre cabecilla, conductor y policía, se hablará por primera vez del robo del título y, con esto, de la necesidad del blindado vacío. El film orbitará durante un buen tiempo entre los preparativos del golpe y la creciente Guerra Fría entre Nick y Merrimen, en un duelo que conjuga con inteligencia la asociación entre masculinidad y armas tan arraigada en el cine de acción durante una secuencia en un campo de tiro en la que los dos cruzan miradas, saben quién es el otro y que el otro sabe quién es él, y exhiben mutuamente su poderío vaciando un cargador en los corazones de los pobres hombrecitos dibujados en el blanco. Desde que llega Nick hasta que se va hay unos cuantos minutos solamente con miradas y gestos entre los archienemigos. Así, con paciencia y acciones antes que palabras, el tal Gudegast había presentado a estos hombres, y así construye su enfrentamiento, inscribiendo su ópera prima en la cada día más angosta nómina de apariciones silenciosas deudoras del clasicismo en la cartelera comercial.
Del clasicismo también toma un tempo alejado de la velocidad y el apuro contemporáneo, además de una precisión narrativa que hace que los 140 minutos de metraje se pasen volando. Sobre todo el último tercio, reservado para el robo central, donde todo funciona como un relojito, desde el accionar de la banda hasta un tiroteo en una autopista filmado a puro nervio por un director que hizo lo que había que hacer: volverse invisible y esconder la mano para que sean ellos, los personajes y sus actos, los encargados de dirimir la suerte de un golpe que no será perfecto, pero que sirve para una muy buena película.