Una historia sin matices
Interpretar el papel de ladrón o policía es cuestión de cómo se reparten las cartas parece ser la premisa de Den Of Thieves: El robo perfecto (Den of thieves, 2018), un divertimento que conforme avanza la proyección derrocha testosterona y acusa una notable falta de sutileza.
Lo lindo es que se trata de un juego. Es decir, robar un banco en el cine –aquí el banco de bancos, la Reserva Federal de Estados Unidos- no difiere mucho de aquellos juegos de capturar la bandera donde hay dos o más equipos pero sólo uno –la ley o el desorden-, por la efectividad de su estrategia más que por el despliegue de la fuerza, resulta ganador. Así que en esta película de Christian Gudegast, como en la mayoría del género, el hecho delictivo es apenas una excusa: la riqueza puede residir tanto en la caracterización de los bandos como en la originalidad de su plan maestro. El botín casi siempre tiene un valor económico y a veces detrás suyo algún personaje esconde una motivación profunda. El problema es que todo siempre pertenece a alguien más –y peor aún cuando se trata de dinero. El ladrón pone su deseo en el tesoro y el policía pone su deseo en el ladrón: el molde perfecto para hornear la trama. Ahora bien, entre las miles de opciones que ofrece esta estructura se puede pensar una en la que importe menos el queso que cuánto se parecen el gato y el ratón.
Si cada película es testigo de su tiempo, Den Of Thieves: El robo perfecto no tiene por qué ser la excepción. Considerando que los productos que salen de los estudios de Hollywood no dejan nada librado al azar y más de una vez proceden según los gustos del mercado y las tendencias del consumo, sería interesante pensar qué nos puede decir este juego entre presas y cazadores. Nick, el policía que interpreta Gerard Butler, dirige el departamento del Sheriff en Los Ángeles que debe detener a la banda criminal al parecer liderada por Ray Merrimen, un ex marine en la piel de Pablo Schreiber. El pasado de los ladrones evidencia un brillante paso militar al servicio del Estado y el accionar de los policías, como dice el propio Nick enseñando sus tatuajes, se parece más al de una pandilla que otra cosa. La gente de los dos bandos tiene una puntería que asusta lo mismo que la cabeza instruida para ser armas de combate. Tanto es así que las figuritas son intercambiables porque hasta en los asuntos más personales se parecen: el que no sufre un divorcio, ve cómo su hija creció y tiene novio. La película discurre entre comparaciones para hacia el final acordarse de que sí o sí tiene que haber un gran robo: nadie en verdad está muy motivado, ni de un lado ni del otro, porque a los amigos de Merrimen no pareciera que les haga falta el dinero y a los de Nick les gusta más la adrenalina, el alcohol y las prostitutas que seguir un protocolo o hacer averiguaciones.
Los planos aéros de la ciudad de noche abundan así como también las infracciones por exceso de velocidad. Ser hermanos significa compartir secretos y los secretos por lo general sólo son desconocidos para las mujeres. Uno puede mentir a la familia pero está mal que la familia te abandone y está muy mal que tu mujer, cansada de recibir mensajes telefónicos destinados a otras mujeres, decida empezar de nuevo y hasta buscar en los brazos de otro lo que en su matrimonio ya no espera. ¿No es común que la policía secuestre a un sospechoso sin orden judicial y lo torture en el cuarto de un hotel? A Nick todos le temen y respetan porque es grosero, porque usa campera de cuero y bebe botellitas de cerveza al estilo de Marlon Brando, porque entra sin permiso a la casa de un pareja amiga que comparte con su ex mujer y la nueva pareja de ella una velada, porque sólo llora a escondidas en su camioneta por la angustia que le provoca estar lejos de sus hijas. Merrimen, por su parte, dispone del cuerpo de su mujer al punto en que es decisión suya que ella se acueste con otra persona. No hay nada malo en que los dos bandos actúen de la misma manera ni en que por tratarse de un juego la representación de los encargados de asegurar el orden olvide remitirse a la ley. Lo que quizá sí decepciona es que no haya matices. Basta recordar Fuego contra Fuego (Heat, 1995) para comprobar que el lado femenino hace al lado masculino, que los hombres, sean ladrones o policías, tienen tantas dudas como contradicciones y que las balas se disfrutan mucho más cuando quien las dispara conoce el miedo y tiene esperanzas puestas en el amor.
Den Of Thieves: El robo perfecto cree en las pesas, en los bíceps y pectorales, en el casino. Se demora en preparar el banquete y termina pidiendo comida china a domicilio. ¿Quién falla a día de hoy en planificar el rodaje de un tiroteo y una persecusión? Está hecha para el que prefiera las miradas recias que se encuentran en un polígono de tiro a la demorada construcción de la sutileza. Está claro que ni Al Pacino ni Robert De Niro en aquella película de Michael Mann tenían el physique du rol de un amante del gimnasio pero a fin de cuentas no lo necesitaban: la conmoción en el cine no apunta a los músculos sino al corazón. Todos los actores de Den Of Thieves: El robo perfecto hacen lo que deben: el tema es que no hacen mucho más. El guión se demora y, sin embargo, al principio y después, entrega lo que se vino a buscar: tiro, lío y muerte. Es poco decir que el final explicando lo que en una mílesima de segundo el espectador no capturó es una subestimación: la producción podría haberse ahorrado ese dinero. En definitiva, lo lindo de un juego no es el juego en sí sino quiénes lo juegan.