Todo por mi hija
Un drama ambiental que tiene como telón de fondo al mundo de los agrotóxicos y el cultivo de soja es lo que propone Emiliano Grieco (Diamante, La huella en la niebla) en su tercera película El rocío (2018), una historia con demasiadas ramificaciones y mucha previsibilidad.
Sara (Daiana Provenzano) vive en un campo entrerriano donde la soja es el motor que mueve la economía. Tiene una hija pequeña que tras un accidente doméstico comienza con alguna sintomatología extraña. En pocos minutos la pequeña es diagnosticada de un posible envenenamiento por los agroquímicos con que se fumigan los cultivos, y debe viajar a Buenos Aires. Sara, que no tiene dinero, recurrirá a un narcotraficante, para oficiar como mula, y poder costear el tratamiento de su hija.
El punto de partida de El rocío es de por sí atractivo y sobre todo por sus similitudes con un reciente caso real que alcanzó connotaciones mediáticas cuando una mujer termina presa en Bolivia por traficar drogas para poder pagar el tratamiento contra el cáncer de su hijo, que finalmente muere. Pero más allá del planteo inicial, El rocío se desmadra por lo vertiginoso de una narración previsible que abre un abanico de temas innecesarios que vuelven a la historia totalmente inverosímil. En El rocío no solo pasa lo obvio sino que todo termina siendo tan increíble que se pierde la verosimilitud del relato con giros narrativos insostenibles, subrayados, explicaciones y escenas que no solo no aportan nada sino que carecen de sentido dentro de la historia.
Filmada con una cámara en mano y con un estilo crudo similar a los hermanos Dardenne en esa búsqueda del realismo social, El rocío es una película fallida, que busca el golpe de efecto sin lograrlo, bien actuada y con intenciones honestas, pero que termina naufragando en un mar decisiones narrativas incorrectas.