Crear, mostrar, jugar, ser real
Para quien no lo conoce, Gustavo Fontán suele hacer un tipo de cine en cierto punto experimental; pero no por eso vacío o aburrido. En sus producciones vemos como crea y recrea un universo que por momentos puede tornarse incomprensible, pero que en el fondo expresa lo complejo y naturalmente inasible de las emociones y estados de ánimo humano.
Dicho esto, El rostro puede considerarse una de sus producciones más ficcionales y narrativas. La trama (¿es correcto hablar de trama en estos casos?) se enfoca en un hombre que navega hasta una isla del Delta. Una vez allí comienza a interactuar tanto con personas (que pasean, niños, señoras, mujeres y quienes trabajan allí como pescadores) como con el paisaje natural de la zona. Tendrán gran importancia y protagonismo visual los árboles, animales, colores, y sensaciones alrededor del río que centraliza los actos.
Artista de lo original y lo emotivo, Fontán nos propone de forma abstracta (su cine me fascina e inevitablemente tiendo a pensar en Gonzalo Castro como un realizador con estilo similar) una historia en blanco y negro que roza lo taciturno y melancólico, y a través de ello permite explorar en cada personaje; su historia de vida, y su pasado, todo sin recurrir a diálogos, y concentrándose en el encanto sensorial.
Fontán aborda lo sonoro y lo visual de manera unitaria, y a través del montaje posibilita la creación de lo nuevo, de un nuevo objeto, artificial, igualmente rico y válido como el objeto real que caracterizan por separado los paisajes y los personajes que habitan el particular universo de este director. En síntesis, El Rostro hace las veces de laberinto, donde perdernos, fascinarnos, temer y encontrarnos, y en ese recorrido único y personal, cada quien deberá procurar como salir y como experimentar, lo que en particular, considero una experiencia audiovisual creativa y gratificante.