Contemplativo. Esa es la mejor definición del cine de Gustavo Fontán. Sin duda, no son trabajos para todos los paladares, ya que escapan a las convenciones formales y temáticas. Sus películas funcionan como poemas, pero sin jamás renunciar a su carácter cinematográfico, valiéndose de cada recurso para generar determinadas sensaciones. El Árbol, La Orilla que se Abisma y La Casa son tres buenos ejemplos, y El Rostro, su nuevo largometraje, continúa por ese camino.
Esta vez, la cámara sigue a un misterioso hombre (Gustavo Hennekens) que llega a una isla del Río Paraná. Allí se sumará a la rutina de una comunidad de pescadores. Pronto vamos advirtiendo que la relación del hombre con ese entorno no es nueva, y se irán sumando personajes y elementos que permitirán conocer más sobre él y acerca del verdadero motivo de su viaje.
Gracias al uso de blanco y negro -en formatos 16mm y 8 mm- y a un sonido trabajado de manera muy particular según cada secuencia, el director crea climas a veces cotidianos, a veces tensos y hasta siniestros, acaparando los distintos estados de ánimo de una jornada laboral y de una convivencia, donde subyace algo que se irá descubriendo de a poco. No hay diálogos, no hay intromisiones por parte del director. En esta ficción contada como documental (pero que no deja de ser ficción), la experiencia audiovisual lo es todo.
Este tipo de cine tan lejos de lo comercial suelen espantar incluso a espectadores preparados, ya que también dio pie a infinidad de experimentos aburridos cuando se lo hace sin talento. En el caso de Fontán, sabe muy bien cómo ejecutar estas creaciones. Acá no hay una pose, no hay intentos desesperados por cautivar a festivales (más allá de que su paso por eventos como el reciente BAFICI, donde obtuvo el premio al Mejor Director); cada plano, cada elección sonora posee corazón y sinceridad, posee un compromiso con la obra.
El Rostro no es para muchos, pero bien merece que el público la descubra y conozca a un realizador personal, interesante, siempre fiel a sí mismo.