José Celestino Campusano traslada su elenco de actores no profesionales (veteranos estables y amigos, protagonistas de otros films como Daniel “el Perro” Quaranta y Aldo “el Vikingo” Verso) del conurbano bonaerense a las márgenes de Esquel y Bariloche, para filmar un drama carcelario al estilo tumberos andinos, con alguna (pero sólo alguna) influencia del revanchismo al estilo western.
Nehuén Puyelli (Chino Aravena), un descendiente de mapuches llegado con su familia desde Chile, es acusado de tener relaciones con un menor y de haber envenenado a un local al querer curarlo mediante prácticas aborígenes. Lo que para Nehuén es natural según sus costumbres se transforma en crimen para el hombre blanco, y este es el nudo central de la filosofía en Campusano: el enfrentamiento entre el bien y el mal, en donde el primero está representado por lo salvaje y lo puro y lo segundo por lo corrupto, aquello que quiere barrerse pero, para el realizador, forma parte inherente de la civilización.
A esta altura, con tantos films en su haber, hay algo irritante en los diálogos toscos de los actores de Campusano; lo que en algún momento pareció una idea diferente, con una ética sólida por detrás, termina agobiando por ser reiterativo. De todos modos, pasada la mitad (o más, seamos honestos) de la película, el conflicto carcelario de Nehuén y sus protectores, Ramón (Damián Ávila) y el Perro (Quaranta como una extensión de su rol en otro film), contra el bully Henderson (Emanuel Gallardo), un enviado de la “civilización” para ajusticiarlo, termina dándole intriga a la acción e involucrando más al espectador.
Es de destacar la fotografía de Eric Elizondo, lo mismo que la edición de Horacio Florentín, no sólo por algunas imágenes de interesantes claroscuros sino por destacar el contraste entre el bello paisaje montañoso y la precariedad social que repite estereotipos del conurbano.