Una de las singularidades del cine del director griego Yorgos Lanthimos (Canino, Langosta) es la forma en que sus personajes parecen desconectados de sus emociones. Como si vivieran en un limbo perpetuo y existiese un desfase agudo entre lo que piensan y lo que dicen o hacen. Como si deambularan, trabajaran, comieran, conversaran y tuvieran sexo en piloto automático, y siempre con similar impasibilidad. Esta característica, exagerada y a todas luces inverosímil, puede resultar incómoda y hasta exasperante para algunos espectadores, pero se trata de una inercia sumamente elocuente acerca de una suerte de “zombificación”, por la cual muchos parecieran vivir como narcotizados, siguiendo mandatos sociales sin padecerlos ni disfrutarlos y, sobre todo, sin reflexionar ni cuestionar nada.