Bienaventurado el sacrificio
En la actualidad prácticamente no existen -salvo contadas excepciones, cada vez más aisladas- autores que utilicen al viejo y querido surrealismo, o a la fantasía a secas a decir verdad, para construir algún tipo de crítica social que desarme los preconceptos egoístas y la catarata de banalidad que denominan hoy por hoy en el ámbito comunal en todo el globo. Ya de por sí el recurso de emplear el delirio, el humor negro y la metafísica exige una rigurosidad que lleva años pulir hasta alcanzar una eficacia realmente avasallante, bien hiriente como debe ser, por lo que la llegada de la última película de Yorgos Lanthimos es doblemente bienvenida: no sólo hablamos de uno de los pocos directores y guionistas que se dedica -precisamente- a la sátira y el desenfreno creativo, sino que además este flamante trabajo viene a confirmar la maduración que pudimos entrever en The Lobster (2015), su maravilloso opus anterior. The Killing of a Sacred Deer (2017) deja atrás tanto a aquella como a los dos muy interesantes convites con los que el griego se hizo conocido a nivel internacional, Dogtooth (Kynodontas, 2009) y Alps (Alpeis, 2011), abriéndose camino como su obra maestra a la fecha y uno de los mejores thrillers abstractos del cine reciente.
Definitivamente el film en cuestión es su primera incursión cien por ciento en el terreno de los géneros, porque las propuestas previas coquetearon con el drama y la comedia bajo una dialéctica libre que en términos históricos está vinculada al enclave autoral más difuso (lo que por cierto, desde la otra orilla, también habla de la potencia retórica que reside en las fórmulas de siempre cuando éstas se topan con un realizador con el talento suficiente para aprovecharlas en serio). Aquí de hecho estamos frente a un relato de venganza hiper clásico aunque ejecutado de manera brillante y con un giro fantástico/ impasible en función de la misma idiosincrasia de Lanthimos, todo un amigo de “marcas registradas” como el sadomasoquismo emocional, el desvarío y los apuntes sardónicos. Otro factor de quiebre con respecto al pasado se sitúa en el tono general de The Killing of a Sacred Deer, ya no en sintonía con la comedia sutil e incisiva sino más bien relacionado con una frialdad distante y lúgubre que pone en interrelación los dardos de Michael Haneke contra la hipocresía de la alta burguesía europea y aquella exquisita intransigencia de Stanley Kubrick a la hora de construir una fábula mordaz técnicamente impecable y con un sustrato conceptual nihilista.
La historia gira alrededor del vínculo entre Steven Murphy (Colin Farrell), un cirujano cardiovascular de muy buen pasar, y Martin (Barry Keoghan), un adolescente de 16 años que en el transcurso de unos meses se transforma en amigo del susodicho. Murphy está casado con la oftalmóloga Anna (Nicole Kidman) y ambos tienen dos niños, el hijo menor Bob (Sunny Suljic) y la hija mayor Kim (Raffey Cassidy), asimismo compañera de colegio de Martin. A pesar de que Steven le miente a Anna diciéndole que el padre de Martin murió en un accidente automovilístico, nosotros sabemos por las conversaciones que el hombre mantiene con el muchacho que Murphy operó hace unos años al progenitor del chico, quien falleció durante la intervención. Todo marcha sobre rieles, incluidos regalos mutuos y un almuerzo en casa de Steven con su familia y Martin, hasta que éste último invita a Murphy para “devolverle el favor” y presentarle a su madre (Alicia Silverstone), una mujer que en un momento de soledad con Steven le comienza a besar las manos, ante lo cual el hombre decide irse. El hecho deriva en la resolución de eludir escalonadamente a Martin, a quien deja plantado en una reunión y no le contesta sus llamadas. El panorama se ennegrece de inmediato cuando, a la par del comienzo de una relación -cada vez más cercana- entre Kim y Martin, de repente Bob no puede mover sus piernas y por más estudios que Murphy y sus colegas lleven a cabo, ningún médico puede precisar exactamente qué es lo que le sucede.
Finalmente Martin, en un encuentro en la cafetería del hospital donde está internado Bob, le explica a Steven cómo serán las cosas de allí en adelante: así como el cirujano mató al padre de Martin, éste le exige que mate a un integrante de su familia cuanto antes porque caso contrario todos se enfermarán y morirán atravesando cuatro etapas que abarcan la parálisis de los miembros inferiores, el negarse a comer, el sangrado de ojos y el inefable deceso. Por supuesto que Steven no le cree a Martin pero momentos después Bob deja de alimentarse y Kim también queda postrada en una cama, con sus piernas entumecidas. La destrucción de la familia del culpable (Murphy es un alcohólico en recuperación) vía un castigo empardado al “ojo por ojo, diente por diente”, el cual sólo aparece con toda su furia cuando el artífice de la debacle se niega a ocupar el rol paterno que desempeñaba la víctima, en el opus de Lanthimos va de la mano de la insensibilidad y la apatía de una elite burguesa profesional que se va cayendo a pedazos a medida que la salud de los pequeños empeora, la angustia de sus padres se magnifica y -otro detalle de control psicológico- Kim se enamora de Martin, a esta altura transformado en una figura semi mitológica símil aquel Terence Stamp de Teorema (1968), a su vez una parodia del cristianismo basada en la capacidad de daño/ justicia/ elevación espiritual de algunos individuos con un ego enorme y la disposición para aprovechar la falsa sensación de seguridad/ impunidad de los burgueses.
Gran parte de la película está estructurada a través de tomas amplias, planos un poco más cerrados y en constante zoom in, una buena tanda de steadicams en pasillos y hasta algún que otro contrapicado tenebroso, todos ingredientes formales que la vinculan -como señalábamos anteriormente- al cine de Kubrick. Lanthimos trabaja muy bien, ya en el terreno conceptual, otra de las obsesiones del legendario realizador norteamericano, léase el análisis del patetismo y la corrupción de los sectores privilegiados de la sociedad y de las instituciones en general, ahora haciendo foco en el corporativismo asesino de los médicos: también en línea con Haneke, Claude Chabrol, Pier Paolo Pasolini y Luis Buñuel, el eje pasa por señalar la desesperación de estos pusilánimes y/ o tilingos cuando no pueden resolver con dinero cualquier problema que se les presenta y -más aún- cuando se los trata con la misma violencia con la que ellos tratan al resto de las clases sociales, en especial a las capas eternamente postergadas del capitalismo. La propuesta incluye pequeños detalles irónicos que apuntalan con destreza lo anterior, como por ejemplo la repetida aclaración de que Kim recientemente comenzó a menstruar, la fantasía necrofílica de la “anestesia total” del matrimonio protagónico, la escena de la masturbación en el auto, la consulta a la autoridad escolar por parte de Murphy y finalmente la patética estrategia en lo que atañe al “lavaje de manos” entrecruzado (el cirujano afirma que en una operación coronaria el único responsable frente a una eventual muerte es el anestesiólogo, y éste -su supuesto amigo- en cambio asevera que la culpa siempre es del cirujano). De la misma manera en que Dogtooth analizaba la manipulación en el seno de la familia, Alps ponía el acento en la manipulación de la identidad y The Lobster se reía de la manipulación contemporánea en el campo de las relaciones amorosas, The Killing of a Sacred Deer funciona como un retrato de los engaños y la falta de ética en el trabajo propiamente dicho, un ámbito que refleja los designios desalmados de los personajes y su negativa tajante a una autocrítica. Todo este esquema a su vez nos conduce a una expiación compulsiva de tipo sacrificial para que el responsable y su linaje -aquí hablamos de la culpabilidad de una clase social, no sólo de una persona o su familia- reciban lo que se merecen gracias a su soberbia, su crueldad y su gélida estupidez.