Generalmente, cuando un fenómeno inexplicable hace de las suyas sin respetar las leyes de la ciencia, se lo llama magia. Hollywood tiene mucho de eso, y ya nos acostumbramos a aceptarlo en pos del entretenimiento. Pero cuando trata de explicar esa “magia” con leyes científicas de un futuro desconocido, o estamos viendo una de ciencia ficción o estamos viendo algo muy bizarro. Este último es el caso de “El Secreto de Adaline”, una película romántica que echa mano a recursos de otros géneros para contar una historia cuyo resultado final no conmueve y apenas entretiene, si bien parte de una base prometedora.
La premisa tiene mucho potencial: Adaline es una joven de 29 años que sufre un accidente que le deja como consecuencia uno de esos dones que bien podrían ser considerados maldiciones: no puede envejecer. A raíz de esto, debe ocultarse y cambiar de identidad cada tanto. Pero todas las decisiones que toma parecen arrebatadas y no hay profundidad de conflicto, no somos testigos de la evolución de Adaline ni de las complejas consecuencias que podría tener este estilo de vida en su psiquis. Por el contrario, la protagonista (encarnada por una insulsa Blake Lively) parece extremadamente cómoda y resignada a su destino, hasta que un buen día conoce a un joven encantador que eventualmente la hará cambiar de parecer a fuerza de voluntad.
Entre el tiempo que la película pierde tratando de explicar lo inexplicable y el abuso del narrador en off, que no deja nada a la imaginación o entendimiento del espectador, llegamos al verdadero nudo de esta historia casi al final de su duración. El conflicto principal es bastante retorcido para una película que venía llena de clichés, y el desenlace se vuelve tan abrupto como previsible. Mientras tanto, el tibio romance de los protagonistas no alcanza a convencernos de que algo de todo esto tenga sentido.
Desperdiciando una historia que podría haber sido explotada como un gran relato de épocas y naturaleza humana, “El Secreto de Adaline” no es más que una peli melosa con momentos extraños, que ni siquiera su bella cinematografía o la presencia del gran Harrison Ford pueden rescatar.