El tiempo no es oro
En algún lugar de “El secreto de Adaline” habita una gran película. De hecho, contiene todos los componentes para serlo: actores sólidos, una premisa que mezcla con inteligencia, aunque sin creatividad, el drama sentimental con lo fantástico y la chance de ahondar en temáticas como el paso del tiempo, la soledad, el amor. Pero se agota en una mirada liviana, que pone todo el acento en los giros dramáticos rebuscados, y deja de lado necesarios espacios para la reflexión y sobre todo para la profundización psicológica de los personajes, un aspecto muy desaprovechado.
El arranque es interesante, inclusive cautivador. Vemos retazos de la vida cotidiana de una mujer, su soledad voluntaria, sus metódicos intentos de mantener distancia. Es evidente que arrastra un secreto. Pronto sabremos que a partir de un extraño accidente, su cuerpo dejó de envejecer. Posee la juventud eterna. Adaline -ése es su nombre- vive esto como una maldición. Incluso investiga su caso, pero no halla explicación. El narrador en off, omnisciente, advierte que hasta 2035 la humanidad no la descubrirá. En un breve prólogo, se nos revela que la mujer vivió más de 80 años bajo diversas identidades y sólo mantuvo contacto con una hija, ya octogenaria. La complicación emerge cuando conoce a un hombre encantador, del cual se enamora a pesar de su estratégico alejamiento de sus semejantes, que en definitiva lo son pero no del todo.
Igual que en la más inquisitiva “El curioso caso de Benjamin Button”, en la divertida “Hechizo de tiempo” (que aborda una problemática similar, pero desde el cristal del humor) e incluso en determinadas partes de la primera parte de la saga de “Highlander”, la protagonista sufre su circunstancia y convive sobre todo con temor el posible oprobio de convertirse en un caso de laboratorio, en un “fenómeno”. Eso le impide forjar relaciones duraderas y mide sus reacciones, trata de mostrarse serena. “¿De qué sirve el amor si no se puede envejecer juntos?”, se interroga con dolor. Además, tiene que tejer un complicado castillo de naipes cimentado en mentiras, renovadas identidades, distintas residencias y supuestas relaciones parentales para evitar que se devele su secreto. Su dilema es claro: quiere cambiar, pero no sabe cómo.
Del oficio al desinterés
A pesar de sus momentos encantadores (almibarados, pero así y todo bien logrados) al promediar el metraje la historia naufraga, cuando abandona la firmeza de los tramos iniciales, se deja llevar por los clichés, se regodea en los giros efectistas, deja definitivamente a un lado toda posible pretensión de profundidad, se torna complaciente y trata de resolver todo a través de brochazos gruesos. Todo se vuelve previsible y artificioso.
Los actores poco pueden hacer al respecto. Blake Lively asume el rol protagónico y lo resuelve con mesura. Su belleza y frialdad cuajan con el personaje, pero la actriz no le otorga la convicción necesaria. Lo mismo ocurre con el Michiel Huisman que interpreta a Ellis, el hombre que despierta su interés romántico. En cambio, son los veteranos Harrison Ford y Ellen Burstyn, actores curtidos, quienes con oficio aportan al filme los momentos de mayor autenticidad.
Las limitaciones, de todas maneras, no están en los intérpretes, ni siquiera en la resolusión visual, que es esmerada, sino en su escasa inquietud para tratar los temas interesantes, que apenas están esbozados al principio, en la excesiva corrección (hay una secuencia gratuita sobre el final, que trata de concluir en un instante el dilema de cuatro décadas de un personaje) y en su epílogo poco imaginativo, apresurado. El intento de conmover al espectador decae en morosidad y desinterés. “El secreto de Adaline” podría haber sido, con un director algo más osado, un gran trabajo. Pero se queda en un módico intento.