Atrapados por el pasado “¡Qué familia, Dios mío!” masculla el expeditivo Sepia (Federico Luppi) sobre el final de “Nieve negra”. Se ha visto obligado a intervenir por segunda vez para que la tragedia de los Sabaté no salga a la luz, o por lo menos para silenciar aquellas aristas que podrían afectar los negocios familiares. Y eso que sabe mucho menos de lo que el espectador, para entonces, ha comenzado a intuir: la madeja de desgracias esconde un secreto traumático que bloquea la voz de los hermanos. La ópera prima en solitario de Martín Hodara es un profundo estudio sobre el dolor, la culpa, los vínculos y el peso de los mandatos familiares. Pero es ante todo un intenso thriller que soporta influencias que van desde los policiales nórdicos hasta las películas de los hermanos Coen, en su mensaje desesperanzador acerca de la imposibilidad de redimirse. Leonardo Sbaraglia interpreta a Marcos, quien regresa junto a su mujer embarazada (Laia Costa) al paraje patagónico donde se crió y vivió hasta la adolescencia. El motivo: cumplir el deseo paterno de que sus cenizas descansen junto a los restos de Juan, el hermano muerto treinta años antes, en un confuso episodio ocurrido durante una cacería de jabalíes. Allí se entera de que una empresa canadiense ofrece varios millones de dólares para adquirir el aserradero y los terrenos que forman parte del patrimonio familiar. Pero para que la operación avance, debe convencer a Salvador (Ricardo Darín) quien vive aislado en una cabaña ubicada dentro de los límites de la finca, para que se vaya. Cuando llegan hasta allí, las disputas del pasado se reavivan y lo hermanos tendrán, a su pesar, que saldar las cuentas. Densidad y metáforas Hodara demuestra un gran dominio de la técnica cinematográfica. Cada plano que construye está astutamente cargado de sentidos. Que, a la luz del imprevisible giro final, adquieren una mayor densidad. Además, la utilización de los flashbacks que sirven para rearmar, al modo de un complejo rompecabezas, la historia de los Sabaté, es muy hábil. Están integrados con sutileza a la narración, sin desestabilizarla, a través de cortes y panorámicas que se benefician con los paisajes nevados y los cielos plomizos. La incorporación de metáforas visuales es otro acierto. Los ejemplos más diáfanos son los perros que acechan en los alrededores de la cabaña para llevarse la carne de un jabalí y anticipan el enfrentamiento, la geografía abrupta e intrincada que describe las complejidades internas de los personajes y la tormenta de nieve que remite a la amarga resolución. Está claro también que el director confió, con inteligencia, en las posibilidades interpretativas de los actores. Porque el peso de la película recae sobre Sbaraglia, a quien le toca reabrir el conflicto que acelerará los acontecimientos, de Darín, que con sus silencios y miradas dice más que con sus medias palabras, en un ejemplo modélico de actuación dramática. Y sobre todo de Costa (una de las actrices españolas de mayor proyección) quien accede de a poco, entre la sorpresa y el horror, a los detalles escabrosos del pasado de su familia política. Dolores Fonzi y Federico Luppi tienen roles secundarios, breves pero significativos, que contribuyen al acre tono general.
Siempre nos quedará Casablanca No hay dudas de que Robert Zemeckis sabe entretener (léase “manipular”, pero con el sentido que le hubiera imprimido Alfred Hitchcock al término) a las audiencias. Lo hizo en la trilogía “Volver al futuro” (1985 a 1990), “¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) y “La muerte les sienta bien” (1992). También conmover, algo que demostró en “Forrest Gump” (1994), “Contacto” (1997), inclusive en “Náufrago” (2000). Menos atractivos fueron los resultados cuando exploró la técnica motion capture. Tanto en “El expreso polar” (2004) como en “Beowulf” (2007) y “Cuento de Navidad” (2009), el acento en los avances tecnológicos clausuró toda posibilidad de calidez emocional. En “Aliados”, la nueva película de su autoría que arribó a los cines argentinos, Zemeckis evita las estridencias (con alguna que otra justificada excepción) y se adentra, emulando a los directores-artesanos del cine clásico, en una trama de amor, engaño y lealtades quebradizas en medio de los bombardeos alemanes a Londres, durante la Segunda Guerra Mundial. No hay grandes escenas de acción, tampoco giros inesperados ni golpes de efecto. Más bien una preeminencia de la historia, una confianza en su peso propio, que hace innecesaria toda tendencia barroca. Aspecto que se beneficia con el notable manejo del suspenso, anclado muchas veces en un recurso manido eficiente, como los relojes. Amor en juego Brad Pitt interpreta a Max Vatan, un oficial canadiense que trabaja para el servicio de Inteligencia británico. Le encargan una misión en Casablanca (afectuoso guiño a la mítica película de Michael Curtiz, protagonizada por Ingrid Bergman y Humphrey Bogart), que consiste en asesinar a un alto oficial nazi, que brindará una fiesta para la comunidad europea del lugar. Para ejecutar el trabajo, cuenta con la ayuda de la espía francesa Marianne Beauséjour (Marion Cotillard). Aunque todos los protocolos indican lo contrario, con el exótico ambiente de la ciudad marroquí como aliado, terminan enamorados, con un apasionado viaje al desierto de por medio. Cumplen la misión, sobreviven, se trasladan a Londres, se casan y tienen una hija. Pero un año después a Max le llega una advertencia: Marianne puede ser una espía alemana. Brad Pitt realiza un trabajo contenido, a tono con un personaje cuyas motivaciones son difíciles de escrutar, pero por momentos se estanca en una excesiva frialdad. Más sólida es la interpretación Marion Cotillard, que utiliza todos sus recursos expresivos para construir a una mujer que se mueve con tanta naturalidad y franqueza en una fiesta organizada por los nazis, como en los ambientes íntimos y familiares. Apenas la conoce, luego de verla reír en la mesa de un restaurante, Max le comenta: “Le caés bien a todos”. Y ella contesta: “Expreso sentimientos reales, por eso les caigo bien”. Respuesta ambigua que después le resonará una y otra vez a Max cuando debe decidir si su esposa es o no una agente doble. La narración es todo No hay nada particularmente nuevo “Aliados”. Todo en ella parece un reflejo de otras películas. Inclusive el final (que intenta romper con el aura romántica de “Casablanca”, enunciando una crítica más severa del horror de la guerra) genera cierta decepción al introducir un innecesario epílogo, vicio que suelen tener otros realizadores exitosos, como Steven Spielberg. Pero eso no quiere decir que no sea un producto disfrutable. A cambio de su escasez de novedades y riesgos, ofrece una cuidada puesta en escena, que muestra detalles de la vida cotidiana en la Londres acechada por los constantes ataques de la Luftwaffe, personajes secundarios creíbles (en especial Jared Harris como severo oficial inglés y Lizzy Caplan como desenfadada hermana menor de Max) y un formato narrativo que, a contrapelo con lo que proponen muchos filmes comerciales en la actualidad, se toma el tiempo necesario para que el conflicto desarrolle en todas sus aristas. Alguien podrá argumentar que “Aliados” es una película lenta. Sí, pero segura.
Regreso sin gloria Hay una escena breve del “El ciudadano ilustre” que, en apariencia, no figura entre las más significativas de la película. Sin embargo, sintetiza el tono general de la propuesta, centrado en el humor cáustico, por momentos agresivo, la mirada impiadosa de los personajes y la ambigüedad. Se trata de la actitud del escritor Daniel Mantovani (Oscar Martínez) cuando termina de ver un video que le prepararon en su pueblo natal. Es un homenaje empalagoso, lleno de clichés, más apropiado para una quinceañera -como los que él se burlaría en sus novelas-; pero Mantovani tiene los ojos llenos de lágrimas. Sus antiguos coterráneos, impulsados por el lógico entusiasmo, lo interpretan como profunda emoción. Pero al espectador le queda la duda. ¿Y si en realidad esas lágrimas son de risa? ¿No sería esa actitud más acorde a la antipatía que, hasta ese momento, mostró el novelista? No es una película fácil. Interpela, obliga a tomar partido y a defender posiciones. Porque el personaje central, ese artista exitoso y ególatra, que vive recluido en una mansión-biblioteca-fortaleza que construyó en Barcelona, desprecia a sus semejantes. No es un buen tipo, pero menos aún lo es la mayoría de los habitantes del idealizado pueblo de Salas. A medida que se va destruyendo la capa de afabilidad y admiración mezcladas con cierta simpática chabacanería, se revela una fisonomía oscura, repugnante. Y finalmente expulsiva. Interrogantes La anécdota sobre la cual se construye el filme de Mariano Cohn y Gastón Duprat (la misma dupla que rodó “El hombre de al lado”, en 2009) es ampliamente conocida por el espaldarazo que obtuvo al convertirse en la elegida de Argentina para intentar un lugar entre las nominadas al Oscar a Mejor Película Extranjera. Un escritor argentino, ganador del Premio Nobel de Literatura (toque argumental que remite a la declamada tristeza nacional por el galardón negado a Jorge Luis Borges) decide volver a su pueblo natal, luego de cuarenta años. El motivo: allí lo nombrarán ciudadano ilustre. No es un dato menor que el hombre haya obtenido fama y fortuna a partir de la transformación en literatura de las historias que vivió o escuchó en ese rincón del mundo durante su primera juventud. De modo que su llegada detona una serie de bombas que estaban ensambladas desde mucho tiempo antes. Al principio, el humor es lo que predomina, en especial por el contraste entre las costumbres refinadas del novelista y la caricaturizada tosquedad de los pueblerinos. No es liviano, sino más bien sombrío. Pero la progresión de las situaciones hace que la historia vire con naturalidad hacia terrenos más espinosos, cercanos al thriller o incluso al terror. Para lograr eso, las actuaciones son clave. Martínez está perfecto en su construcción de desagradable misántropo, Dady Brieva controla su histrionismo, Manuel Vicente resume todos los vicios del político oportunista y Andrea Figerio sobresale en un papel a su medida, como la antigua novia de Mantovani, devenida en mujer amargada en sus roles de madre y esposa, que encuentra un cable a tierra en la docencia. Incisiva y honesta, “El ciudadano ilustre” tiene un final abierto que es como una admonición. Pone en aprietos al público, lo intima a rever su visión de los artificios literarios. ¿Por qué un escritor escribe lo que escribe? ¿Cuáles son las reglas del arte? ¿Quién las impone? El film abre éstos y otros interrogantes pero no da respuestas. Cada espectador deberá hallarlas.
Ni con perros, ni con chicos ¿Quién hubiera podido prever, cuando Kevin Spacey se llevó el Oscar por “Belleza Americana” o cuando alzó el Globo de Oro por “House of Cards” que un día iba a doblar a un gato? Nadie, aún si tuviera a disposición nueve vidas gatunas. Sin embargo, “Mi papá es un gato” (título que remite a las comedias berretas que se hicieron alguna vez en la Argentina) no sólo tiene a Spacey en esos menesteres, sino que también ¿se nutre? del talento de Christopher Walken (otro actor prestigioso y evidentemente multifacético) y de la madura belleza de Jennifer Garner. La trama es poco original. El protagonista es un millonario egocéntrico, temerario y enfocado en sus logros personales. Quiere que su compañía construya el edificio más alto del Hemisferio Norte y no piensa permitir que pequeñeces como pasar tiempo con su familia lo desvíen de su objetivo. Odia muchas cosas, pero en especial a los gatos, de modo que no le cae simpático cuando su hija le pide uno para su cumpleaños número once (al que, dicho sea de paso, no piensa asistir). Sin embargo, cede y adquiere un felino en un negocio conducido por un extravagante vendedor que, sin rodeos, lo conmina a recuperar la relación con sus seres queridos si no quiere exponerse a trágicas consecuencias. Buen consejo, porque cuando Brand vuelve a su casa sufre un (inverosímil) accidente que lo deja en coma, con su alma atrapada en la flamante mascota. De modo que el poderoso hombre de negocios, bajo su nueva fisonomía, debe recobrar el amor familiar y desbaratar al mismo tiempo una conjura para que su firma sea vendida al mejor postor. Todo un desafío para un gatito, por más tenaz que sea. No entretiene Lo primero que se debe señalar es que la película no logra conectar con el público infantil. Es cierto que hay gags divertidos cuando Brand devenido en Michu (ése es el nombre del gato en la versión en castellano, más prosaico que el Mr. Fuzzypants original) quiere llamar la atención de esposa e hija. Pero se pone mucho énfasis en las intrigas empresariales, algo que no termina de cuajar con el tono ligero que se le quiere dar a la historia. A la vez, como comedia para adolescentes o adultos tampoco funciona. La sensación es que los realizadores no tenían clara la identidad que querían imprimir al producto. Eso se percibe en la rapidez con que se desprenden de la historia, tras el poco logrado clímax. Barry Sonnenfeld rodó en los noventa algunas películas interesantes en formato de comedias para el consumo familiar. Ejemplos: “Los locos Addams”, “Por amor o por dinero”, “El nombre del juego” y “Hombres de negro”, convincente mixtura de comedia, ciencia ficción y buddy movie. Sin embargo, “Mi papá es un gato” debe sumarse a su lista menos estimable, en la que figura “Wild Wild West”, que también se dedicaba a despilfarrar el talento de Will Smith, Kevin Kline, Kenneth Branagh y Salma Hayek en un producto disparatado y carente de atractivo.
El instinto les funcionó No es la originalidad, sino más bien el aprovechamiento de los personajes y la decidida apuesta por el humor físico lo que hace disfrutable a “La vida secreta de tus mascotas”. Es que la nueva producción de Illumination Entertainment, la compañía que tiene en su haber la creación de “Mi villano favorito” y “Minions”, fantasea con una idea que no es nueva (¿Qué hacen las mascotas cuando sus dueños no están en casa?) pero lo hace con tal convicción que es imposible no rendirse ante la catarata imparable de chistes (básicos, pero eficaces), gags bien hilvanados y animación de alto nivel. A diferencia de otras propuestas recientes de animación, más predispuestas a correr riesgos, la trama está moldeada sobre lugares comunes y jamás se adentra en territorios desconocidos. Max, un perro sin pedigree ni pretensiones, tiene una existencia idílica con su dueña Katie. Cuando ésta trae a casa al bonachón Duke (doblado al castellano por el humorista Campi, quien le otorga un curioso perfil que incluye algunas expresiones propias de esta parte del continente, como la interjección “che”) percibe una amenaza. La tensión entre ambos provoca una situación límite, que los lleva a involucrarse con un grupo de ex-mascotas resentidas con los seres humanos, lideradas por el conejo Snowball, que se mueven por las cloacas de la ciudad ideando planes de dominación global, tan delirantes como los de Pinky y Cerebro. Dinamismo y caracterización El film, perspicazmente ambientado en Nueva York, contiene apuntes satíricos sobre determinados fenómenos y tendencias sociales: la migración de hipsters a Brooklyn, el snobismo que expresa a veces la elección de las mascotas (al respecto, hay una mirada interesante respecto al desprecio que se ejercita sobre ellas cuando pasan de moda), las costumbres de la juventud de clase media -influidas por las pantallas de todos los tamaños- y la postura radicalizada de ciertos grupos marginales. Por desgracia, no se profundiza mucho en estas cuestiones. La fortaleza central de “La vida secreta de las mascotas”, además de su dinamismo -en el que todos los personajes interactúan en sus correrías-, radica en la caracterización tanto de los protagonistas como de la vasta galería de secundarios. Los realizadores se toman el tiempo necesario para describirlos con detalle, lo cual contribuye a la buena sintonía con los espectadores. Cualquiera que haya disfrutado con “Toy Story” (a la cual esta nueva apuesta de Illumination debe mucho en su concepción argumental) o incluso con las más clásicas “101 dálmatas”, “La dama y el vagabundo” y “Oliver y su pandilla”, encontrarán muchos motivos para el disfrute. Un dato de color: la película conquistó -según consigna el sitio especializado www.filmaffinity.com- el mejor estreno en la historia en Estados Unidos, con 103 millones de dólares de recaudación, para una película que no es secuela, remake o reboot, sino una idea original. El récord lo tenía la oscarizada “Intensamente”, de Pixar, que en 2015 se lo había arrebatado a “Avatar” de James Cameron. Los “Minions” en acción Junto a “La vida secreta...”, se estrenó el cortometraje “Mower Minions”. Aquí, las pequeñas criaturas amarillas desean conseguir dinero para comprar una licuadora y para eso se dirigen a un asilo de ancianos, donde realizarán distintos trabajos de jardinería, con la torpeza que ya constituye su marca registrada. En cuatro minutos, se intenta una mullida crítica a la sociedad de consumo, pero lo que queda en pie en definitiva es una intensa sucesión de gags demasiado prosaicos. Desde su concepción misma, los minions tenían más vocación de secundarios que de protagónicos. Entregados a su líder, funcionaban muchísimo mejor que librados a sus fuerzas. Ya la película de 2015, aunque fue un rotundo éxito de taquilla, parecía un exceso. Este pequeño filme reafirma este agotamiento argumental.
La noche más oscura Aunque con la misma inquietante premisa (una purga anual de la población, consistente en la suspensión por una noche de todos los derechos civiles, legalizando el crimen), las dos primeras partes de “12 horas para sobrevivir” no se adentraban casi en el debate político. La primera estaba enfocada en las tribulaciones de una familia tipo durante la purga, y la segunda sacaba a los protagonistas a las calles en un intento de venganza y supervivencia. En la tercera entrega (tal como su propio subtítulo, “el año de la elección”, lo indica) lo que guía el argumento es precisamente el enfrentamiento entre las corporaciones que pretenden consolidar la terrible práctica en función de sus resultados económicos y aquellos grupos, antes marginales, que apuestan a las iniciativas necesarias para la erradicación definitiva de la Purga. Es obvio que todas las simpatías están con ellos: el director y guionista James DeMonaco transmite la idea de que estas minorías, en la medida en que se unen y desarrollan una estrategia común, son capaces de activar los medios para modificar las condiciones políticas, inclusive sin tener que utilizar las mismas, deploradas, prácticas de sus rivales. Aunque con más superficialidad, rasgo propio de estos tiempos, DeMonaco intenta lo mismo que George A. Romero (“La noche de los muertos vivos”), Stanley Kubrick (“La naranja mecánica”), Alfonso Cuarón (“Niños del hombre”) y muchos otros cineastas lograron en diversos contextos: utilizar la recreación de un futuro distópico para reflexionar sobre problemáticas de candente actualidad. En este caso, abordar con mirada crítica y enérgica, dentro del convulsionado panorama que ofrece Estados Unidos, temas como la violencia social, la desenfrenada ambición de los grandes grupos económicos, la discriminación y el odio racial, resulta una apuesta como mínimo, interesante. Aunque se concrete a través de una película con decidido espíritu de clase B, vigorosa pero sin pretensiones, destinada sobre todo a entretener. En “12 horas para sobrevivir: el año de la elección”, el ex policía Leo Barnes (interpretación muy convincente de Frank Grillo) tiene la responsabilidad de proteger a la senadora Charlie Roan (Elizabeth Mitchell), candidata a presidencial que reivindica la supresión de la purga anual. Cuando, por una traición, deben abandonar el seguro refugio montado para pasar la noche en que se realiza la “depuración”, deben salir a las calles, asediadas por la matanza y la locura. Los buenos y los malos En su desarrollo narrativo, puesta en escena y configuración de personajes, la película encuentra su inspiración en “Asalto al precinto 13” (1976) y “Escape de Nueva York” (1981), ambas de John Carpenter. Tiene todo lo que promete: tiroteos, persecuciones, peleas cuerpo a cuerpo y varios toques de gore, sin regodearse en ellos. En este sentido, se podría definir a “12 horas para sobrevivir: el año de la elección” como un trhriller con orientación hacia el terror. A diferencia de Carpenter, que era un maestro para construir personajes ambiguos, con dilemas morales muy palpables, DeMonaco peca en su guión de excesivo maniqueísmo. Los buenos son íntegros e idealistas y los malos tremendamente revulsivos, sin considerar prácticamente ningún matiz. Sin embargo, hay que reconocer que esta aparente deficiencia resulta, funcional para que esta tercera entrega termine convertida en el producto atractivo que es. Como ocurría en los mejores pasajes de los policiales de Walter Hill (otro referente artístico de DeMonaco) los villanos son tan perversos, que para el espectador representa un alivio verlos vencidos. El final de la película, aunque alentador, abre un paréntesis de duda. Cuando se enfatiza en que, tras el triunfo de la postura que quiere desmantelar definitivamente la Purga, surgen en todo el país “incidentes aislados”, queda claro que para los protagonistas (y para los creadores de la franquicia, si es que la misma tiene continuidad) comienza otro camino.
Universos que tambalean Hay franquicias de animación que lograron sobrellevar el paso del tiempo (y hasta en algunos casos, como el de la fundacional “Toy Story”, superarse) gracias a la combinación del uso inteligente de las nuevas posibilidades técnicas y la renovación argumental. No es el caso de “La era de hielo”, cuya quinta parte, pomposamente subtitulada “Choque de mundos”, muestra claros síntomas de agotamiento. El más evidente, la explotación hasta límites insospechados (más específicamente interplatenatarios) de determinados personajes y gags que pierden gracia a fuerza de reiteración. A pesar del enorme éxito de taquilla que tuvo en la Argentina (alrededor de 1.800.000 espectadores en una semana), inducido por el calculado estreno en coincidencia con las vacaciones de invierno, son alarmantes la escasa creatividad y la falta de horizontes claros. Constantemente, los realizadores retornan a las fórmulas conocidas, sin asumir el más mínimo riesgo. Todo es previsible, empalagoso y la excelente calidad de la animación no alcanza para compensar la falta de imaginación. Para comprender mejor las carencias del filme se puede trazar un paralelismo con otra saga de animación, que se extendió entre 2001 y 2011. Se trata de “Shrek”, aquella ácida y entrañable crónica sobre las aventuras de un ogro huraño que se ve obligado a dejar su pantano por culpa de un villano con complejo de inferioridad. Durante una década, DreamWorks consiguió reinventarla, incorporar novedades atractivas y reconstruir el interés de grandes y chicos. En un extremo, la desbordante creatividad; en el otro, la rutina. Cambios En “La era del hielo: choque de mundos” tambalea el sistema solar, pero también el “microcosmos” familiar de los personajes principales. Mientras Scrat (la ardilla) pone en jaque al planeta Tierra tras activar (accidentalmente, claro) una nave extraterrestre que ha permanecido congelada durante millones de años, Manny, el mamut, padece un creciente pavor ante la posibilidad de que su hija Morita, a punto de casarse, se aleje de él. “¿El cielo se está cayendo a pedazos y ella cree que la dejaremos ir a lo desconocido sin planes?”, se queja. Además, ha olvidado el regalo de aniversario para su esposa Ellie, lo que genera tensión en la pareja. Diego, el tigre dientes de sable, quiere tener hijos, pero no sabe cómo se las arreglará para criarlos, sobre todo porque no tiene claro qué debe hacer para no asustar a los niños. “Ya lo hablamos, Diego, los niños nos tienen miedo”, le recuerda su compañera. Sid, el perezoso, no logra madurar para encontrar una relación sentimental estable. Todas sus parejas duran muy poco tiempo y él sale siempre lastimado. “¡Sólo quiero verdadero amor! ¿Acaso es demasiado pedir?”, se lamenta. En el mismo momento en cada uno de ellos atraviesa su crisis íntima, una lluvia de meteoritos anticipa que una colisión está muy cerca. Y que deben realizar algún tipo de acción porque esta vez, como asegura la comadreja Buck, ni siquiera debajo la tierra estarán a salvo. “El padre de todos los asteroides viene hacia nosotros”, advierte. Con esa presión, los integrantes de la manada tendrán que unirse y superar varios escollos, internos y externos. En este sentido, la metáfora es cristalina: para cada uno de los protagonistas, el viaje se traduce en metamorfosis interior. Renovar Hay un puñado de referencias, algunas logradas, otras un poco forzadas pero aún así bienvenidas, a películas populares de ciencia ficción como “2001: Odisea del Espacio” (1968), “Matrix” (1999) y la más reciente “Gravedad” (2013), que introducen algún pasaje entretenido a la película. La incorporación a la galería de los personajes de un grupo de reptiles voladores, también con sus propios problemas familiares para sobrellevar, le aportan algo de frescura y diversión al conjunto. Lo mismo ocurre con las simpáticas apariciones de Buck (presente en varias entregas anteriores), devenido en una especie de profeta salvador, que aparentemente contiene la clave para salvar al mundo. Pero a la vez queda la sensación de que se abren muchas líneas argumentales que luego culminan de un modo abrupto, sin la necesaria evolución dramática. Todo indica que si el objetivo es diagramar la futura continuidad de la franquicia, la renovación será un paso necesario. Es que la mayoría de los personajes (en especial Scrat y su inasible bellota) reclaman a gritos, o gruñidos, un relevo.
Veinte años no es nada El director Roland Emmerich debe ser un apasionado de las películas de ciencia ficción de Clase B, esas mismas que en los ‘50, durante la fase más crítica de la Guerra Fría, dominaron el cine occidental. Esto se advierte en la concepción de “Día de la Independencia” (1996), en la que rinde homenaje (es cierto, con una partida de muchísimos millones de dólares que lo habrá eximido de recurrir a la creatividad a la hora de manejar el presupuesto) a aquellos viejos y algunos gloriosos filmes. Y también se nota en “Día de la Independencia: Contraataque”, aunque esta vez renuncie, lamentablemente, a la simulada seriedad, el excesivo patriotismo y el humor ingenuo que hicieron tan satisfactoria, en términos de entretenimiento masivo, a la primera. Es cierto que en esta secuela falta un engranaje esencial como el carisma de Will Smith, pero también lo es que el oficio de actores como Jeff Goldblum, Bill Pullman, Judd Hirsch y William Fichtner consigue compensar esa pérdida. Aunque los efectos visuales (sobre todo si se la ve en 3D) son en verdad fenomenales, no hay ninguna novedad en esta segunda parte de “Día de la Independencia”. Los guionistas se aferran con convicción a todos los tópicos posibles del género y no asumen el más mínimo riesgo, al punto de repetir paso por paso la misma fórmula que tan bien les funcionó, en términos económicos, en los ‘90. Tal como en otras películas de Emmerich (“El día después de mañana” y “2012”, entre otras), hay varios personajes cuyas historias se entrelazan para confluir al producirse el clímax, en este caso el enfrentamiento final con los alienígenas. También están, debidamente administradas, las frases completamente huecas pero irresistibles que suelta cada uno de ellos. “Definitivamente, es más grande que la anterior”, dice David, ex genio de la informática devenido en autoridad mundial sobre extraterrestres, cuando mira desde la llegada de la flota invasora. “Se metieron con la especie equivocada”, enfatiza la presidente Lanford, de pelo corto y gran manejo de grupos ante situaciones extremas. “Acá tenés tu encuentro cercano del tercer tipo”, remarca el audaz aviador Dylan Hiller, en el medio de un lanzamiento de misiles. Sin embargo, la mejor de todas las sentencias es la que le corresponde al insólito Dr. Brakish Okun sobre el final: “Vamos a patearle el trasero a los E.T.”. Toda una sutileza. Predominio visual En esta nueva entrega, la acción se sitúa veinte años después de los sucesos catastróficos de 1996. La humanidad, devastada por el ataque extraterrestre, logró resurgir y los líderes del mundo (obviamente encabezados por Estados Unidos, que tiene a su cargo la organización de los festejos por el nuevo aniversario) decidieron utilizar los avances obtenidos de los invasores para unificar un sistema de protección con base en la superficie de la Luna. Sin embargo, cuando los alienígenas vuelven a atacar, todas las defensas desarrolladas parecen escasas ante las nuevas fuerzas destructivas. “Usamos su tecnología para fortalecer nuestro planeta. Pero no será suficiente”, dice uno de los personajes, con lógica desazón. No vale la pena describir más detalles del argumento. No es más que una excusa para introducir a los espectadores en una montaña rusa altísima, imparable. Poco importa lo que se narra, lo que vale es la inmensidad y la espectacularidad. Las nuevas caras que incorpora el film (Liam Hemsworth, Maika Monroe, Jessie T. Usher, Angelababy) se subordinan con astucia al protagonismo que brindan los efectos especiales, lo cual en la práctica resulta muy apropiado. Y en definitiva, no es más que eso: el placer de mirar los fuegos artificiales. Su fulgor es tan intenso como efímero.
Ya estás grande, Violetta Si hay ciertos apuntes críticos sobre lo destructiva que puede llegar a ser la exposición mediática de las estrellas juveniles y la crueldad que desarrolla la industria hacia ellas, todo eso se diluye en un santiamén. Es que “Tini: el gran cambio de Violetta”, va completamente en otra dirección: es el estruendoso intento, logrado sólo a medias, delineado por Walt Disney para “relanzar” a la actriz y cantante Martina Stoessel, popularizada en el último lustro en su personaje de Violetta, a través de su paso televisivo como heroína de la serie homónima. De entrada, la vemos a Violetta extenuada y sobre todo desencantada con su vida personal y la dirección que ha tomado su carrera. Es muy famosa, de algún modo cumplió su anhelo, pero se siente demasiado exigida. Está en un momento de bloqueo artístico. “¡Sos una estrella!”, le dice su manager, con cierta severidad, cuando la joven le plantea que quiere bajar un cambio. Encima, aparecen rumores de que su novio, también artista, la engaña. Y esto termina de decidirla, quiere vivir una liberación. Le llega entonces, a través de su papá, una propuesta para irse por algún tiempo a una isla de Italia donde una vieja amiga de su papá, Isabella, tiene una residencia para artistas jóvenes, no sin antes comunicar debidamente a sus seguidores que piensa seriamente en retirarse. A partir de entonces, en un entorno paradisíaco, vivirá una serie de experiencias vitales, hará nuevas amistades, conocerá un secreto relacionado con su madre y su propio origen, se reencontrará con el amor de su vida y pasará a una nueva etapa de su vida artística. Ya no será Violetta, ahora será Tini. En otras palabras, madurará. Caminos y metáforas Podría argumentarse que cualquier paso hacia un profundo cambio es más bien sencillo si se cuenta con una bondadosa albacea espiritual, una isla italiana de ensueño, un grupo de nuevos amigos dispuesto a poner el mayor esmero y talento, un hombre enamorado capaz de cruzar medio mundo, un padre obstinado en la felicidad de su hija que cuenta con todos los medios que el dinero puede pagar, una madre que ha dejado una carta tan emotiva que casi resulta indigesta. Y sobre todo un megafestival musical que dispone de un escenario espectacular, justito como para “amparar” a una artista en crisis que pretende renacer cual Áve Fénix. Pero no nos olvidemos de la clave: estamos dentro del mundo de Disney, ahí todas las cosas salen bien, los problemas se solucionan, los villanos terminan mal. La vida es simple. Más allá de contener metáforas tan hermosas como obvias, trabajadas con pulso firme por el director Juan Pablo Buscarini (los pentagramas que se vuelan hacia el mar, el príncipe que llega en su caballo, el pájaro que regresa, el piano que alcanza la luna, la isla de los amores perdidos, el faro encendido) y de ser en extremo edulcorado, el film también es muy sincero: no ofrece otra cosa que lo que las fans han ido a buscar con ansiedad. A Violetta-Tini le construyeron una vidriera para su único y exclusivo cimiento, que incluye escenarios naturales impresionantes, actores dúctiles que se ponen a su nivel (Diego Ramos, Ángela Molina), galanes de buen corazón (Adrián Salzedo, Jorge Blanco) y amigas medio torponas pero fieles (Mercedes Lambre). Y ella se aferra con uñas y dientes a esa oportunidad. Inclusive el final, cuando Violetta ya devenida en Tini se reencuentra consigo misma y en un alarde de efectos visuales se presenta en un recital con sentido consagratorio, es como una puerta que se abre hacia el futuro. Si de por sí le asegura renovada fecundidad a la carrera de Martina Stoessel, es todavía una incógnita.
Retratos de familia En 2002, una película independiente se plantó ante los tanques “El señor de los anillos: las dos torres”, “Pandillas de Nueva York” e “Identidad desconocida” y se convirtió en uno de los éxitos del año. Todo por contar la agridulce historia de una treintañera empleada en una agencia de viajes que vive una historia de amor tardía y de su (en exceso) patriarcal familia, cuyos integrantes la asfixian con el apego a las tradiciones griegas. Catorce años después, la guionista y actriz de aquella comedia titulada “Mi gran boda griega”, vuelve a cumplir los dos roles para contar qué fue de aquellos personajes. El folclore griego sigue ahí, el avasallante clan también, pero no hay en “Mi gran boda griega 2” un ápice del agudo ingenio que había demostrado Vardalos en la década pasada. Aquí todo suena a hueco: por debajo de los equilibrados gags, algunos conseguidos, otros vulgares, no hay sustancia. Los conflictos que tratan de justificar este retorno a las peripecias de los Portokalos son exiguos y los personajes tomarán decisiones previsibles, desprovistas de sorpresa. Y el mensaje que trata de transmitir (“la familia siempre es la prioridad”), aunque válido, está algo enmohecido. Otro casorio Pasaron más de quince años desde el memorable día en que Toula Portokalos (Vardalos) logró vencer la resistencia familiar y casarse con el simpático y pintón, pero no griego, Ian Miller (John Corbett). Ahora la pareja, que no pasa por el mejor momento y ha perdido el deseo, tiene una hija de 17 años, Paris (Elena Kampouris) que mantiene con el clan Portokalos una relación de amor-odio, debido al control que mantienen sobre su vida. Una reminiscencia de lo que le ocurría a su madre. Paris se quiere ir a la universidad de Nueva York y a sus padres no les agrada mucho la idea de que se aleje de Chicago. “Qué va a ser de ti lejos de casa, nena, qué va a ser de ti”, diría Joan Manuel Serrat. Para colmo Kostas (Michael Constantine), en medio de una exploración de viejos documentos para determinar si Alejandro Magno fue su antepasado (sic), descubre que el sacerdote no le había puesto la firma a su certificado de casamiento, así que en rigor él y María (Lainie Kazan) no están casados, al menos bajo los férreos preceptos de la Iglesia ortodoxa griega. Decide casarse, y por supuesto la familia entera se sumará a la titánica (y tiránica) tarea. Superficial En algún momento, en el prólogo de “Mi gran boda griega 2” se adivina la intención de formular ciertas reflexiones sobre la crisis matrimonial de la mediana edad, el síndrome del “nido vacío”, la difícil aceptación de la inexorable degradación física. Pero pronto queda claro que no es la finalidad de los realizadores profundizar por ese lado. Más bien, se trata de exprimir al máximo todo aquello que en la primera entrega provocaba las carcajadas más sinceras. Así, todo se vuelve muy reiterativo, empalagoso y superficial. Los temas son interesantes, pero el tratamiento es vacuo. Nia Vardalos y John Corbett tienen al menos la capacidad para reconstruir la conexión que habían logrado establecer hace catorce años, con buenos resultados. Pero el resto de los personajes quedan aprisionados en un flanco caricaturesco, algo que se acentúa especialmente en los personajes de Constantine y Kazan. Algunas secuencias divertidas (el viaje a la iglesia en patrulleros, el reencuentro de Kostas con el hermano que se quedó en Grecia) no logran sacar al film de su mediocridad.