La opresión es física, literal: hay un corset que aplasta los senos y los lastima, no importa cuántos años lleve Albert escondiendo sus curvas. Un simple escozor, un hormigueo azaroso alcanzan para desear incendiar esa jaula que impide dominar la propia piel. No es digno, no es posible acostumbrarse, y esto el film lo corrobora cuando apenas han transcurrido unos pocos minutos del relato. La ansiedad del cuerpo se adelanta a la razón, y es el instinto -con su oportuna lucidez- el encargado de exponer la verdad. Albert (Glenn Close) descubre que no es la única mujer en este mundo que se disfraza de hombre, y a partir de ahí el espectador se arma una idea tentativa de lo que podría ser el film: un sobrio retrato de época centrado en la amistad entre dos mujeres obligadas a travestirse para sobrevivir en la Irlanda del siglo XIX. No es que esperemos necesariamente el camino hacia la liberación, pero al menos sospechamos que la protagonista se hará cargo del desafío que implica cruzarse con el señor Page (una adorable Janet McTeer) y nos aprestamos a seguir a Albert en un proceso de autoconocimiento, quizás una evolución (por más dolorosa que sea). Pero la película pronto demuestra ser otra cosa. Un marasmo helado, desconcertante, por momentos impenetrable, como si la masilla brumosa que congela el rostro de Close se expandiera por toda la pantalla para obstruir cualquier filtración emotiva. (A continuación se cuentan detalles de la trama.)
La primera sorpresa es ver que McTeer no padece su condición sino que se adaptó a ella y eligió casarse con una mujer. En el caso de Albert la lectura es más críptica: ella dice que decidió convertirse tras ser abusada por una patota, y porque se le presentó la oportunidad de trabajar de mozo, pero cuesta entender qué es lo que siente íntimamente. Lo único claro es que anhela independizarse y abrir una tabaquería, de allí que su entusiasmo se reduzca a ahorrar propinas y contar monedas con fruición. Todo lo demás es soledad, porque el personaje se revela absolutamente anulado para el deseo sexual. Algunas reseñas señalaron que Albert corteja a la doncella (Mia Wasikowska) porque se enamora, pero es evidente que no, que sólo la visualiza como pieza de su proyecto comercial, detrás del mostrador. A lo sumo, con cierto esfuerzo podría pensarse que Nobbs quiere proteger a la muchacha por puro reflejo maternal. Como sea, estamos ante un ser radicalmente alienado, ajeno a todo erotismo. En el intercambio de miradas y gestos con los otros personajes, el montaje se preocupa por coartarle a la protagonista toda reacción que sugiera un indicio de pasión. Ella observa con cuidado a los demás para aprender los ademanes básicos, las pautas de “normalidad”. Su mirada, sin embargo, es un baldío hace tiempo abandonado.
Si lo que Rodrigo García buscaba era transmitir desde el estilo una sensación de entumecimiento afectivo, hay que reconocer que en parte logra su cometido. El problema de la narración es que no siempre consigue conservar ese tono delicado y concentrado que el drama reclama, y esto se debe esencialmente a ciertos personajes secundarios no del todo pulidos que aportan poco y tienden a anegar el paisaje (como el novio de la criada, demasiado maquiavélico). El aliento del relato parece extinguirse anticipadamente, como si el clímax y la resolución en realidad no importaran. Finalmente, recién cuando palpamos el efecto residual del film, empezamos a comprender: Albert hace mucho que dejó de respirar como ser humano. Es un fantasma. Su historia excede la cuestión de la identidad de género. Lo que estruja su pecho es un desierto existencial inconmensurable. Una película tristísima.